::LECTURAS ESTIVALES por Mario Paz González::

En “¿Por que leer a los clásicos?” Italo Calvino sugiere que “toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera”, para añadir inmediatamente que “toda lectura de un clásico es en realidad una relectura”. Quizás por eso el verano, con sus días de tibia y lenta calma, con esa serena holganza, esa dulce pereza que invita a refugiarnos en jardines mucho más alegres que los cotidianos y alejarnos de los agobios de las noticias y de la realidad, es la época ideal para frecuentar a alguno de estos autores que suelen tenerse como modelos dignos de imitación.
Por eso revisito, pues, mi baqueteado ejemplar de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, y descubro que, casualmente, el año pasado se cumplió el ciento cincuenta aniversario de la novela. Como la casualidad acostumbra a invitar a la “causalidad”, decido celebrar el acontecimiento volviendo a leerlo de nuevo con el incluso ávido fervor con el que el lo leí hace ya muchos años.
La acción de Historia de dos ciudades se desarrolla entre la Francia y la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII. Escrita apenas ochenta años después de los terribles acontecimientos que la inspiran y le sirven de contexto, la novela gira alrededor de las vivencias que configuran el drama personal de unos pocos personajes que se encuentran inmersos en ese mundo turbio y tenebroso que rodea los albores de la Revolución Francesa. “Era el mejor de los tiempos y el peor”, nos dice en su inicio magistral, “la edad de la sabiduría y la de la imbecilidad; la época de la fe y la época de la incredulidad; la estación de la luz y la de las tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; todo se mostraba como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al cielo, todos nos precipitábamos en el infierno”.
El argumento es conocido. Si al inicio de la obra contemplamos cómo, después de estar preso durante décadas en la Bastilla (e, incluso, ser dado por muerto), el doctor Manette regresa a su patria acompañado de su hija Lucie, en la segunda parte asistimos a un juicio que tiene lugar cinco años después en Inglaterra. En él, un hombre joven llamado Charles Darnay es acusado de traición, aunque finalmente quedará absuelto por una pirueta de sus dos abogados. Mientras Darnay y la hija de Manette se enamoran en Londres, en París está gestándose una sangrienta Revolución decisiva para la historia del mundo moderno. Cuando, en la tercera parte, Charles siente el deber inexcusable de regresar a la capital gala, por culpa de un desgraciado imprevisto, los acontecimientos se precipitan al ser detenido por su doble origen francés y nobiliario. El comienzo de la Revolución, desplegando de una manera desasosegante todo su horror, no le impide al doctor Manette y a su hija ir en la búsqueda de Charles, aunque eso reavive algunas fantasmas del pasado con imprevisibles consecuencias.
La distancia espacial y temporal con respeto a los acontecimientos sirve a Dickens para hacer una valoración de la vida cotidiana y de la justicia social en la propia época en la que a él le tocó vivir. Aunque se suele decir que, en esta obra, Londres representa el orden y la seguridad, frente a París, símbolo del caos y de la más tenebrosa turbulencia, Dickens no ahorra pormenores a la hora de mostrar con caudalosa abundancia la brutalidad y deshumanización con la que se ejercía la justicia en ambas capitales. Sin duda, su observación minuciosa, así como la perfecta ambientación y la recreación de los hechos ayudan al lector a comprender un período tan convulso. A pesar de esto, la visión de Dickens de la opresión de los indigentes, campesinos y trabajadores de la Francia prerrevolucionaria, inspirada en el famoso estudio de Thomas Carlyle sobre la Revolución francesa, centra su mirada, como es habitual en su producción, hacia el factor humano. Su severidad analítica hace que prevalezca el sentido común. Las ideas deberían estar al servicio de las personas y no al revés, parecer querer decirnos. Por eso, aunque apoya sus razones, muestra también los defectos y contradicciones de la revuelta y se vuelve incomprensivo, cobrando distancia, hacia los desmanes de los revolucionarios, ebrios de una desmedida violencia y de una brutal venganza. Así, las escenas protagonizadas por la guillotina toman trazas casi de una fantasía macabra por su sangrienta explicitud.
Dickens consigue transportarnos a un universo muy homogéneo con respeto al conjunto de su obra, lleno de lirismo y de sentimientos puros, pero al mismo tiempo, quizás en mayor medida que en sus otras novelas, también cargado de oscuridades y venganzas, de realidades opresivas, contradictorias e inquietantes. Ahora la circunstancia particular de los personajes y su destino final se muestran tan encadenados con los acontecimientos históricos y políticos de la época en la que transcurren, que no sería nada fácil separarlos.
Sin llegar a ser este el libro más sonado de su autor, ni siquiera una de las novelas de mayor envergadura entre las que escribió, esta historia de iniciación moral y política (entendido este término en su sentido más amplio) ocupa un lugar destacado en mi canon personal sin que pueda decir con certeza por que. Quizáis porque, siguiendo la cita de Calvino del inicio, aúna de alguna manera la sorpresa de lo que se muestra en perpetua novedad con la certeza y seguridad de lo ya conocido. También, como en muchos otros grandes clásicos, por encima de los hechos narrados, tal vez destaquen la plenitud y vigencia de algunos de los sentimientos de fondo que en ella encontramos reflejados en personajes como el enigmático y decisivo abogado Sydney Carlton.
No son yo quien de criticar a los seguidores de Larsson (a pesar de preferir Wallander a Salander), pero sólo la perspectiva histórica nos ayudará a deslindar con lucidez y equidad lo que realmente merece la pena. No dudo que muchos clásicos de hoy (como las novelas de Dickens) son los best-sellers de ayer y, a lo mejor, muchos best-sellers de hoy llegarán a ser los clásicos de mañana, incluso con el mismo número de admiradores y detractores que disfrutaron en su tiempo. De cualquier manera, la buena literatura se distingue porque sirve siempre para huir de la realidad, pero también para comprenderla mejor. En esta obra llena de anhelos y de miedos, de melancolía, pero también de acción descarnada, no sólo encontramos quintaesenciado el Dickens más puro, el más lírico o el más conmovedor, sino por encima de todo, el más preciso en la descripción de un momento histórico tan lleno de convulsiones como fueron las décadas finales del dieciocho. Quizás por eso incluso, como ocurre a menudo con los clásicos, al leerla encontramos reflexiones o intuiciones que siguen siendo plenamente vigentes para que, quizás, cuando rematemos esta dulce holganza estival, podamos comprender mejor el mundo que nos rodea.

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