::LOS APELLIDOS DE LOS EUROPEOS por Jesús A. Marcos::


   Ocho apellidos vascos llena los cines, recauda cantidades enormes  e, inopinadamente, crecientes. La vi hace unos días en Segovia y también aquí se llenó la sala. Dicen que es frecuente que la gente aplauda  al terminar la proyección. Nosotros no lo hicimos, aunque yo me quedé con ganas. Quizá se deba a que los castellanos y los leoneses participamos de esa tendencia a controlar en exceso los sentimientos que, en la película, se atribuye a los vascos. ¿Se les atribuye sin razón o realmente son así? Las atribuciones genéricas suelen ser clichés, estereotipos, prejuicios o como quiera llamárseles que ofrecen una orientación discutible sobre el colectivo que tratan de caracterizar. Pero, precisamente, de eso trata la película: de los tópicos  que un amplio sector de la población reconoce como propios y sobre los que se puede trabajar para hacer humor a base de contrastes.  La risa así generada permite remodelar las mentalidades al aliviar las tensiones subyacentes a esos tópicos. Ocho apellidos vascos sigue en eso el esquema propuesto por la francesa Bienvenidos al Norte, pero le añade importantes dosis de originalidad y frescura.
A diferencia de las copias literales  del modelo francés -como la italiana- que volvían al argumento del traslado del protagonista por motivos laborales, la película española nos presenta el desarrollo de un romance  entre un chico de Sevilla y una chica de un pueblo de la costa vasca, que se ve obstaculizado, un poco, por los prejuicios de los sevillanos y, un mucho, por los de los vascos. El guión tiene agilidad y evita enredarse en pormenores con el objetivo de que quepa en el metraje una ocurrente sucesión de escenas hilarantes y tiernas. Pero, además, Ocho apellidos vascos añade  una dimensión política de un calado que no tiene el original francés.  La reconsideración del valor de la gente de cierta región del Norte de su país que propone Dany Boon se hace en un contexto en el que los prejuicios sociales, aunque molestos, no son demasiado virulentos, mientras que Fernández-Lázaro se tiene que atrever a trabajar sobre uno de los peores conflictos políticos de España, tratando de reconducirlo hacia su lado folclórico con el fin de desvelar la tontería sobre la que se asientan tantas actitudes radicales.   
   Pasada la risa y propiciado por ella, no puede uno por menos de pensar en lo ridículo que resulta que un país como España necesite de fenómenos catárticos como éste para librarse de las tensiones creadas por el arraigo del desprecio racial o cultural.  Pero es que Europa está llena de pueblos que se enorgullecen aún de sus apellidos, como si esa herencia fuera un gran tesoro al que se accede por un oscuro mérito propio y no una mera dotación que recibimos cuando "nos nacen". En realidad, la ideología de la nobleza de la sangre que caracterizó al Antiguo Régimen nunca desapareció, sino que, para nuestra desdicha, resurgió  en la nobleza de la raza, de los genes y de los apellidos de las naciones idealizadas y sacralizadas por los románticos. Lejos de ello, si algo tuviera que distinguirnos a los europeos, debiera ser la humildad resultante de nuestro conocimiento de la deriva del poder y de la riqueza a lo largo de la historia ¿Acaso no aprendemos en nuestras escuelas que la civilización nació lejos de donde nosotros vivimos o que  los occidentales fuimos los socios atrasados de la madre Roma o que en la Edad Media nos tenían por gente ruda y sanguinaria? Ni Europa en su conjunto ni ninguno de los pueblos que la integran son más valiosos que otros continentes u otros pueblos. Y, además, si realmente  poseyéramos una dotación especial, ¿por qué entender que esos mejores recursos deban ponerse al servicio de la dominación y del desprecio y no de la simpatía y del apoyo al que necesita nuestro brazo?  
   Me resulta difícil creer que los movimientos secesionistas que se extienden por Europa se hayan despegado, como escenifican algunos de sus dirigentes, de esa añoranza de la superioridad de la sangre. Bastantes de ellos se corresponden con movimientos políticos de regiones prósperas, que no reciben en sus respectivos estados peor trato que las demás –su propia prosperidad así lo certifica, aunque ellos sólo vean en esto mérito propio. Lo que parece que les pasa, más bien, es que no pueden soportar a sus vecinos por razones de identidad colectiva, ya que, al fundirse o confundirse en una misma entidad nacional o estatal, se consideran degradados por quienes son menos que ellos. Para arreglarlo incurren en la paradoja de pretender crear nuevas fronteras, separándose de los que tienen al lado, y, al mismo tiempo, de sostener que quieren volver a estar juntos en el macroestado europeo. ¿Es que por ese procedimiento se olvidarían de que están otra vez unidos con aquellos de los que no querían saber nada o muy poco? ¿Y por qué los vecinos menospreciados iban a querer establecer algún tipo de vínculo con quienes les han rechazado o con quienes niegan la responsabilidad compartida en la historia común? ¿No será que lo que les atrae de Europa es la posibilidad de agregarse a los más poderosos del continente, de darse un baño de identidad sublime  formando grupo sólo con quienes ellos consideran dignos de estima?  

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