::MUERTE DEL LIBRO por Bruno Marcos::

Desde mediados de los años noventa el futuro del libro empezó a ponerse en cuestión primero por la comercialización de los equipos informáticos y, después, por la aparición de Internet. Apenas han pasado quince años y nos parece hoy imposible pensar que viviéramos, hace tan poco, sin estos dos recursos que hoy se nos antojan imprescindibles. Las mejoras en cuanto a la elaboración de materiales escritos y a la divulgación de estos han sido enormes, si bien, no se ha producido un desplazamiento tan brutal de los medios impresos tradicionales como se preveía. Internet ha ido colonizando espacios poco vigilados y creando nichos de expresión, pero, siempre, a la sombra de los medios que el invento de Gutenberg había propiciado, limitándose, en muchas ocasiones, a ser un duplicado de libros o periódicos.
La prensa escrita y el libro habían logrado un estatus social muy elevado constituyéndose la misma imprenta en una máquina de legitimación de los discursos o de las informaciones que contenían. A los pocos años de aparecer la red se extendió la idea general de que en ella había mucha basura confrontándola a la, también general, idea de que los libros, por muy malos que fueran, siempre tenían algo bueno. Así es que el esfuerzo mecánico y la inversión económica que precisaban las impresiones gráficas, y que venían a ser un defecto en el presente informatizado, se revalorizaron al constituirse en garantes de cierta selección de contenidos.
Es verdad que la prensa ha hecho esfuerzos por tener presencia en Internet y que, en cierta medida, acusa pérdidas porque no acaba de hallar la forma idónea de asimilar la actividad empresarial a la sociedad de la información actual. Sin embargo y por otro lado los periódicos que únicamente existen en la red no acaban de tener el prestigio suficiente como para aspirar a desplazar a los tradicionales.
El mundo editorial de los libros por su parte sí que parece mantener a raya a los inventos que quieren desahuciarlo. Ni el libro electrónico ni la posibilidad de descargar obras literarias gratuitamente logran hacer perder aura al libro convencional. El libro tiene de su lado el simple hecho de que es una cosa y, como tal, se puede tocar, oler, transportar, regalar, prestar o incluso olvidar o perder, y, sobre todo, se puede cargar de connotaciones simbólicas. Es, por lo tanto, un perfecto objeto de fetichización. Como mercancía, además, es muy receptivo a aquellas plusvalías de las que hablara el barbudo de Marx, mientras que los productos electrónicos propenden, como ya sabemos, a lo gratuito.
No son lo mismo, qué duda cabe, unos libros que otros, una ediciones que otras, unas encuadernaciones que otras y, como explicaba Juan Ramón, el mismo libro en ediciones distintas dice cosas diferentes. Los quinientos años de la Imprenta no se pueden borrar de un plumazo como, probablemente, no se desestimaron al instante ni el papiro, ni el pergamino, y como, seguramente, tampoco se envió inmediatamente al paro ni al escriba egipcio ni al amanuense medieval. Además la pantalla electrónica sigue causando cierta renuencia, una electrización que no permite la puesta en contacto de las dos intimidades, la del autor y la del lector, que tenía lugar con el libro de papel.
Internet ha propiciado un incremento considerable de la lectura porque eminentemente ha sido un medio escrito aunque la imagen y el sonido hayan sido asequibles. La red ha rescatado géneros como el epistolar, el diario por entregas o el foro, la tertulia si se quiere; sin embargo lo que se echa en falta en ella es otro paradigma del conocimiento. Lo que la red ha acabado por desarrollar es un sistema de búsqueda donde la jerarquía de accesibilidad de los conocimientos o de la información procede de su popularidad principalmente. Navegar en Internet supone ir a la deriva porque no tenemos un sistema que vertebre el conocimiento como lo hacían los libros entre sí. Podemos afirmar que Internet ha seguido el modelo catastrófico de la Biblioteca de Babel de Borges en lugar de construir su propio mecanismo para transmitir la información y el conocimiento. El libro tradicional contiene un itinerario del conocimiento que nos queda perfectamente definido, por ejemplo, en el género del ensayo donde la cita y la nota al pie no son sino el camino de los senderos que se bifurcan, propuestas para ese preciso itinerario.
Si lanzamos una mirada retrospectiva a lo que ha sido la red en estos años veremos como una de las ideas primeras y más deslumbrantes, aquella del hipertexto, ha ido siendo relegada para volver a la de índice que es propiamente un instrumento del libro. Todos los hipervínculos han sido relegados a la función de acortador de distancia entre la señal y su contenido en lugar de propiciar conexiones neuronales entre conocimientos emparentados. Proyectos como Wikipedia, basados en el hipertexto y el trabajo colectivo, dan la sensación de languidecer frente al auge de los buscadores y la competitividad por aparecer antes en ellos.
Claro está que el hipertexto, en los términos en los que lo conocemos, supone un esfuerzo colosal y una digresión constante difícil de rentabilizar, de ahí que lo que debería surgir es una herramienta que, desde la propia red, estableciese esos itinerarios del conocimiento, algo así como una hipertextualización automática en la que prime la excelencia de los contenidos.
Lo que queda meridianamente claro es que el libro no está, por ahora, en peligro de muerte porque es Internet la que ha sido colonizada por su modelo para atrofiar las grandes posibilidades de crecimiento que nos anunciaba.

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