::CÓMO ACABAR CON LOS LIBROS DE UNA VEZ POR TODAS por Mario Paz González::

Aunque el tema ha resurgido con fuerza en los últimos tiempos –y esta vez parece que definitivamente para quedarse– cuesta un poco creer del todo aquellos vaticinios que alguno de los gurús de Internet, como Nicholas Negroponte, hizo, hace ahora algunos años, acerca de la desaparición del libro tradicional y su sustitución definitiva por otro digital. El tiempo, que acostumbra a poner todo en su lugar, ha venido a demostrar que, por lo menos por ahora, las cosas no van a ser tan fáciles. Aquellas iniciativas de algunas editoriales (como veintinueve.com de Planeta, de apenas un año de vida) de comercializar en la red fondos de sus catálogos, resultaron a comienzos de este siglo una decepcionante y frustrada experiencia. Muchos lectores, al menos por ahora, siguen prefiriendo el papel.
Es cierto que otros proyectos de más amplio calado siguen ahí, tal es el caso del llamado Proyecto Gutenberg, iniciado por Michael Hart en 1971 en la Universidad de Illinois con el fin de crear una base de datos con más de cinco mil obras literarias, mayormente clásicas, de libre disposición, tanto en formato HTML como ASCII (texto solo) al alcance de cualquier usuario. También las nuevas mejoras tecnológicas, como CoolType de Adobe, ClearType de Microsoft, Kindle de Amazon, el Reader de Sony y tantos otros programas y cachivaches más recientes, todavía más modernos y sofisticados que parecen, sin duda, ir encaminados a un creciente perfeccionamiento del famoso e-book del cual no deja de anunciarse, desde hace años, la llegada definitiva. Por lo visto los nuevos dispositivos creados intentan imitar cada vez mejor el libro de toda la vida incorporando lo que se ha dado en llamar tinta electrónica (e-ink), pantallas LCD con un grosor algo superior al del papel y todo lo que la tecnología va poniendo a su alcance.
Sin embargo no dejo de preguntarme de qué modo, aquellos que nos hemos criado entre libros “tradicionales”, esto es, de papel, vamos a llevar la asepsia que supone el uso de un dispositivo electrónico que no huela, que no cambie su aspecto externo según la edición, el título o el autor, que tenga un tacto de plástica o metálica frialdad. Personalmente entiendo y comparto la comodidad que un elemento así supone para los libros de consulta (diccionarios, enciclopedias....) o para los casos concretos en los que, en una investigación filológica, por ejemplo, se quiera conocer, pongamos por caso, los múltiples términos que Charles Bukowski utiliza en su obra para hacer referencia al aparato genital. Incluso si queremos que nos acompañen, en un largo viaje o estancia en el extranjero, los “Episodios Nacionales” completos. Pero me cuesta creer que, en circunstancias normales, alguien se pueda llevar a la cama los Ensayos de Montaigne en semejante aparato. Estos días Vargas Llosa ha dicho que el libro digital banaliza la literatura. Quién sabe. “En los aviones”, decía hace unos años en la prensa Juan Cruz, “jamás te pedirán que apagues un libro normal”. Personalmente creo que los que nos criamos entre libros de papel hemos desarrollado con ellos una relación que va más allá de lo práctico y meramente utilitario, llegando incluso a ser, podríamos decir, de carácter “afectivo”.
Por el contrario, creo que hay algo que, tal vez, sí puede acabar con el libro tradicional de una vez por todas... y antes de lo que imaginamos. La proliferación excesiva de libros vacuos, innecesarios y prescindibles. Libros concebidos como mero producto comercial con la única pretensión de complacer las supuestas necesidades inmediatas y urgentes de una clientela ávida de novedades, poco exigente y nada crítica. No hace mucho sentí cierto estremecimiento al vislumbrar de pronto en las mismas estanterías de una librería, y formando parte de la misma colección, varias novelas de un autor al que cualquiera podría calificar de “imprescindible” y el exabrupto encuadernado del último cómico televisivo de turno. No es mi intención pasarme de dogmático, y puede que cada uno de estos libros tenga su momento del día (o de la vida) para ser leído, pero lo curioso, y hasta perverso, del asunto me pareció el hecho de que la editorial (la librería no tenía a más minima culpa en todo el asunto) publique juntos en una misma colección dos títulos tan antagónicos llevando con ello al lector ingenuo, o desorientado, a un nivel de confusión del que tal vez no se reponga jamás. Para vacunarse contra esto, aconsejo leer el relato de Woody Allen (a quien he plagiado parcialmente el título de este artículo) “Reflexiones de un sobrealimentado”. En él se refleja muy bien la irreparable empanada mental que surge de equiparar la lectura de Dostoievski y la de una revista dietética.


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