::EL AVATAR DE BENJAMIN FRANKLIN por Jesús A. Marcos::

¿Pero alguien sabe por qué “Avatar” se llama “Avatar”? Pues yo, por lo menos, no lo sabía –he notado que tampoco lo saben bastantes de nuestros críticos- y, al buscar referencias, me he enterado de que la expresión avatar, incorporada al español con el sentido de vicisitud, procede, a través del francés, ni más ni menos que del sánscrito. En el antiquísimo idioma de la India, los avatares eran las transformaciones o encarnaciones de Visnú, deidad no por triárquica menos poderosa. Supongo, pues, que el ilustrado equipo que produjo la película tomó como referencia este significado primero, al ajustarse a la temática de las traslaciones corporales de los protagonistas.
Además, las referencias a Visnú se completan al hacer azules a los nativos de Pandora, que es el color con el que se representa al dios hindú. Como, por otro lado, los medios informáticos han popularizado el uso del término avatar con el sentido de icono o figura que representa a alguien, lo antiguo se ha unido en él con lo más avanzado.
“Avatar” ha soportado bastantes críticas negativas e, incluso, la ha condenado uno de nuestros queridos onirocríticos. Pero, como la onirocrítica no pertenece, al parecer –o, al menos, a mí me lo parece- , al ámbito de las ciencias, ni siquiera al de las blandas, espero que no resulte conflictivo que discrepe respecto a esa opinión. A mí, “Avatar” me gustó, me lo pasé muy bien. Los paisajes cautivan por su preciosidad, inspirada en la de los dibujos de cuentos de hadas, y por la sutileza de las ingrávidas formaciones surrealistas. Pero, sobre todo, la película recupera con relativa originalidad y belleza el mito del buen salvaje, tan querido en la tradición cultural de nuestra civilización, que, paradójicamente, tanto se ha alejado de la naturaleza. La referencia a Visnú se entiende también, en este contexto, como presencia de la fuerza primigenia y pura que genera el mundo natural –además de como guiño al siempre cursi misticismo de los artistas y del mundo de Hollywood.
Y es que a mí el mito del buen salvaje me fascina. Es un mito que está tan afincado entre nosotros que nutre de continuo la vida cultural, incluso en sus manifestaciones más sencillas. No es sino de esta fuente de la que beben personajes de ahora mismo, como el del justiciero Tío de la Vara, el de la Blasa, que reduce la física cuántica a cuatro observaciones de una aldeana, o el de nuestra expresivísima Belén Esteban, enfrentada ella, con su rudeza de barrio, a las artimañas de los relamidos aristócratas. Pero sus orígenes se hallan en la noche de los tiempos y, a lo largo de su desarrollo, ha conocido multitud de versiones y ha generado diversos relatos complementarios. El Enkidu babilónico, Adán y Eva o Rómulo son ejemplos del vigor del relato ya en la antigüedad, pero, atravesando los siglos, ha conocido un enorme auge en nuestra modernidad, a pesar de que ésta haya supuesto la mayor ruptura conocida con lo primitivo. Pocahontas, el maravilloso y sumiso Viernes de Crusoe, Cándido, Heidi, Tarzán, o el Dersu Uzala de Akira Kurosawa son algunas de las narraciones modernas de exaltación del primitivo o de lo que él permanece en el rústico.

En estos relatos se sostiene, además, que el contacto con el primitivo tiene un poder restaurador de primer orden y este derivado del mito es uno de los ingredientes principales de “Avatar”, de manera que hasta el cuerpo mutilado del protagonista acabará siendo sustituido por el vigoroso de los nativos. Pero quiero resaltar que se trata de un componente narrativo de gran repercusión política. Que el vigor está en lo primitivo y en los primitivos es una creencia de los hippies y de la new age, como todos sabemos, pero, antes, llevó a los puritanos a emprender la guerra contra el degenerado catolicismo e hizo que la especulación filosófico-política de los siglos XVII y XVIII, que es la base de los sistemas de gobierno actuales, girara en torno al supuesto estado de naturaleza del hombre.
Hay, precisamente, un personaje del XVIII en el que se encarna de manera paradigmática el mito del primitivo con sus implicaciones políticas: Benjamin Franklin. Franklin ha sido, hasta hace poco, un sabio que sonaba a todo el mundo. Que hubiera encontrado un remedio para conjurar la energía aterradora de los rayos le hizo popular. Franklin no era un primitivo, pero era norteamericano y en su época los colonos americanos habían sido investidos del primitivismo que se atribuía a aquellas tierras y constituían una referencia obligada para todo aquél que no se conformara con la castrante sociedad en la que vivía. El historiador Jesús Pabón nos dejó un precioso análisis de la misión que, ya en su vejez, le fue encomendada a nuestro hombre para recabar la ayuda de Francia y de España en la lucha de la nueva nación contra la metrópoli británica. Todavía en el barco que le trasladaba a Europa, se da cuenta de cuál ha de ser el papel a representar y, recogiendo la idea de nuestra película, se introduce en su avatar. La peluca, tan característica de las refinadas costumbres dieciochescas, fue a parar al mar y Franklin se cubrió en adelante con un tosco gorro de piel. Ya en Francia, se presentó siempre en público con un sobrio traje de color marrón oscuro, sin ningún adorno y sosteniendo, además de su gorro, un bastón de manzano silvestre. No era cuáquero, pero dejó que se le creyese cercano a ellos, por lo atractivo de su austeridad primigenia. Y, de acuerdo con otra de las derivaciones del mito, mantuvo la idea de la proximidad entre el sabio y el primitivo, al combinar su aspecto rústico con la presencia en su rostro de unas gafas que nunca se quitaba. Por cierto, que, como le ocurre al protagonista de “Avatar”, no debemos pensar que él no creía en estas cosas: creía en ellas y tenía capacidad para incorporarlas de verdad, hasta tal punto que durante su estancia en Francia inventó las gafas bifocales, tan sencillas y beneficiosas para todos. Quién sabe si Benjamin no era, después de todo, una de las encarnaciones o descensos de Visnú
Y así vemos hasta dónde llega el mito del buen salvaje. Nuestro onirocrítico se quejaba de que “Avatar”, a fin de cuentas, acaba siendo una excusa para presentarnos una batalla más. Pero, repasando el avatar de Franklin, vemos que, probablemente, siempre ha sido así: el pacifista reclama ayuda para una guerra y la guerra entroniza a nuevos pueblos tampoco exentos de tendencias violentas. Quizá la explicación esté en que los mitos son también sueños y los sueños realizan deseos contradictorios. Por eso pido a nuestro onirocrítico –y a otros críticos menos oníricos que han hecho comentarios parecidos- clemencia para “Avatar”.

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