::ADIÓS A SALINGER, CON AMOR Y SORDIDEZ por Javier M. Llamazares::

Se ha ido JD Salinger. Lo ha dicho el New York Times hace 7 minutos. Un triángulo irresistible: Salinger, Nueva York y la muerte.
Yo no había oído hablar nunca de Salinger cuando mi profesor del instituto, Justo Lombraña, me prestó un ejemplar de “El guardián entre el centeno”. Tenía yo entonces 14 años, un peinado a lo James Dean y más bien poco interés por la literatura. Hasta que abrí aquel libro.
 Luego Justo me dejó libros de John Irving, de Carver, hasta de Bukowsky —“que no te lo vean en casa, ¿eh?”, me advirtió al prestarme “La máquina de follar”—, pero ninguno me influyó tanto como aquella historia tan extraña de un chaval que se escapa del colegio, y odia la hipocresía pero no deja de decir mentiras.

Todo era fascinante en aquel relato, en el que en realidad ocurría demasiado, aunque todo tenía una extraordinaria intensidad. Todo menos, quizá, aquella idea boba de Caulfied de rescatar a los críos del precipicio que acechaba al final del campo de centeno. Tanto me cautivó la historia, que durante años utilicé “Holden” como pseudónimo en las plicas de los concursos literarios.
Luego compré mi propio ejemplar, para poder releer el libro. Tantas veces, que supongo que no me quedaban más opciones que, o bien cogerle cierta manía, o intentar escribir yo mismo historias similares. Me temo que ambas opciones se hicieron realidad, porque no he vuelto a tocar ese libro desde entonces.
Al que sí regreso, y con mucha frecuencia, es a “Nueve historias”. Son relatos que Salinger fue publicando donde pudo, antes del gran éxito de “The Catcher on the Rye”. La mayoría aparecieron en “The New Yorker”, la mítica revista literaria. En especial me ha cautivado siempre “El hombre que ríe”, una maravillosa historia que guarda dentro de sí otro relato, como si fuera una muñeca rusa.
“El hombre que ríe” es el cuento por entregas que inventa cada noche “El Jefe”, un jovencito encargado de velar por una pandilla de scouts, mientras lleva en un microbús a los niños a sus casas. Una historia que crece con las ocurrencias del joven y que mantiene en vilo a los niños, que esperan con ansia cada nuevo episodio. Hasta que una mujer aparece en el relato. Y no voy a desvelar más porque merece la pena leerlo uno mismo.
Aunque yo, como ya he admitido, siempre he adorado a Salinger, también hay gente que no lo soporta. Como mi amigo Alejandro López, compañero de correrías en los años locos que pasamos en la Alemania de los noventa. A Alejandro no le gustaba ese libro. Lo leyó porque todo el mundo hablaba de él, o quizás porque el asesino de John Lennon había declarado que todo lo hizo por culpa de Salinger, o por simple moda, qué se yo. El caso es que no le gustó. Le resultó insulso, hasta Holden le pareció un bobo sin sustancia. Me imagino que su error fue leerlo demasiado tarde, porque es un libro para disfrutar en la adolescencia, cuando sospechas que el mundo es una mierda, pero aún no has tenido tiempo de confirmar las sospechas.
Sospechas que yo no tuve la semana pasada, cuando caminaba por el Central Park con mi hijo y llegamos hasta un carrusel de estilo antiguo, donde algunos nostálgicos llevaban a sus niños a dar vueltas sobre caballitos de cartón piedra. Y yo ni siquiera sospeché que en ese mismo templete, hace medio siglo, Holden Caulfield llevaba de la mano a su hermanita pequeña, Phoebe, y le compra unos billetes.
Claro que ni mi hijo ni yo tenemos ya edad para montar en caballos de cartón, ni tampoco era un día perfecto para el pez plátano.
PS. Si vas a ir a Nueva York, hay una página que recrea, con fotos y mapas, el deambular de Holden por la ciudad.

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