::LECTURAS CONTRA EL RELOJ por Mario Paz González::


No hace mucho leí en El País Semanal un interesante reportaje en el que se retrataba la manera de ver la vida de aquellas personas que ahora mismo andan alrededor de los cuarenta años (antes llamados cuarentones). No tengo intención de comentarlo, pero sí quiero citar unas palabras que me llamaron mucho la atención. Me refiero a que algunos de los entrevistados decían encontrarse en el “ecuador de la vida”. Podrá decirse (con razón) que soy ingenuo, pero yo, que pertenezco a la misma generación que ellos, no había caído en la cuenta de eso. Tal vez, porque uno anda ensimismado en otros asuntos y, como dijo John Lennon, la vida es eso que nos pasa por delante sin que lleguemos a tener conciencia de ella, pues estamos siempre ocupados en otras muchas cosas.


Reconozco que eso del “ecuador de la vida” me llegó al fondo del alma. Según la estadística es, sin duda, cierto, pero, como no tengo el don de la adivinación, la pregunta siguiente es inevitable: ¿y si no fuera así?, ¿y si ya hemos cruzado esa línea imaginaria? Afortunadamente no tenemos respuesta, pero la angustia que uno siente en esos momentos parece comprensible. Sobre todo porque se tiene la certeza, entre otras, de que la vida no nos va a permitir leer todos los libros que hubiésemos querido. Ni siquiera todos los que conforman la propia modesta biblioteca que, sin ser muy voluminosa, no deja de estar relativamente bien dotada.
A lo mejor esto puede ser una manera un tanto sofisticada o pedantesca (o las dos cosas al mismo tiempo) de crisis de los cuarenta, no lo sé. Ahora que todo está en crisis, esa precisamente parece la menos importante. Pero uno tiende a pensar que, de enterarse antes de que la vida iba a pasar sin aviso, las cosas habrían sido diferentes. Quiero decir que quizás habría hecho acopio de menos libros en casa, pues, por muy despistado que uno sea, debería saber que era totalmente imposible leerlos todos, excepto que sea posible vivir sucesivas reencarnaciones una tras otra. Entonces, ¿para que reunirlos? Quien sabe. A lo mejor porque, como dijo Augusto Monterroso, tendemos a creer, inconsciente y erróneamente, que el tamaño de nuestras bibliotecas es directamente proporcional al de nuestra inteligencia. Pensamos que teniendo más libros seremos más listos.
Pero, ¿cómo hacer una selección de los que uno debería leer? Hace años pensaba que lo mejor era acercarse solamente a la obra de escritores muertos. Con ellos el tiempo había ejercido ya el papel del más despiadado de los críticos literarios condenándolos a la gloria eterna o a un olvido inmisericorde. Pero hace falta reconocer que el argumento no siempre resulta convincente. No les deseo ningún mal, así que ¿cómo privarse de Coetzee, Auster, Delillo, Pynchon, Amis y tantos otros que, afortunadamente, a día de hoy continúan vivos? Ojalá uno tuviera la capacidad selectiva del Abate Faria, quien decía a Edmond Dantés en El Conde de Montecristo que, de los cinco mil volúmenes de su biblioteca, tendría bastante con ciento cincuenta obras bien escogidas (Tucídides, Tito Livio, Dante, Montaigne, Shakespeare…) para tener un resumen completo de todos los conocimientos del ser humano. Aunque conviene tener en cuenta que esto fue dicho a mediados del siglo XIX y creo que hoy el listado sería, cuando menos, un poco más largo. ¿Como no añadir a Poe, Kafka, Pessoa, Proust, Joyce, Camus, Saramago...? A no ser que decidamos limitar el número a esos ciento cincuenta y la entrada de unos suponga la salida de otros, pero, ¿de cuáles?
En fin, la decisión no sería fácil y la cuestión es demasiado triste para seguir haciéndoles perder el tiempo dando vueltas al asunto. En lugar de eso, pienso que es mejor recomendarles que lean, que lean todo lo que puedan, ya sean los ciento cincuenta libros imprescindibles del Abate Faria, ya sean otros cualquiera, que más da. Lean porque la vida es demasiado breve y la lectura, además de ayudarnos a olvidar las crisis, forma (o debería formar) una parte muy importante de ella.

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