::UN POSIBLE CHAO por Mario Paz González::

Releo Un posible Onetti, de Ramón Chao. Levanto los ojos de la página y vislumbro, a través de los vidrios de la ventana, las torres de una catedral gótica con sus pináculos y sus arbotantes, con sus gárgolas y sus vidrieras. Pienso en una frase de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand, aquello de que –cito de memoria– hay hombres que pasan la vida satisfechos de ver siempre el mismo campanario, pero también hay otros que, como él, aún no han encontrado el campanario que los acompañe en su última mirada. Pienso entonces en Ramón Chao.
Hace unos días el periodista y escritor dio una conferencia en la que fue desgranando paso a paso, a lo largo de hora y media, su trayectoria vital y profesional ante un abundante auditorio ávido de escuchar, de la mano del propio protagonista, algunas de sus andanzas en Radio France o en la revista Triunfo. También las historias de las que surgieron algunos de sus libros de ficción, como Prisciliano de Compostela; de ensayo periodístico, como Después de Franco, España; o de entrevistas a Alejo Carpentier y a su apreciado Onetti. De todas las cuestiones que abordó, aliñadas de ingeniosas anécdotas propias del narrador de casta que es, pienso que hay dos que merece la pena recordar.
La primera fue una defensa de la literatura y, al mismo tiempo, de parte de su producción –como la novela El lago de Como– ambientada en ese territorio mítico y personal de Irimia o Reigada, inspirado en su Chaira natal y que bien podría recordarnos a los Yoknapatawpha, Macondo, Castroforte del Baralla o tantos otros. En este sentido reivindicó, la importancia de la ficción novelesca y de cómo toda obra literaria, por mucho que pueda basarse en hechos reales, siempre es falaz, pues lleva implícito en su propia definición el sello indiscutible de la mentira. Aceptado esto es preciso, para nosotros como lectores, comprender esa manera en la que el autor puede valerse de cualquier recurso, de cualquier aportación que, aun proviniendo de una supuesta realidad, se integra siempre en la ficción, cobra un sentido nuevo en ella y forma parte de la grande mentira que ésta es.
La segunda cuestión que yo destacaría es la que se refiere a la importancia, en la formación intelectual de cualquiera, de eso tan difícil de encontrar que es la lectura libre de prejuicios. Recordaba Ramón Chao la ocasión en la que le confesó a Cunqueiro la manera en el que las letanías de un pseudomarxismo ceñudo tan de moda en aquel tiempo se interpusieron entre ellos. Chao tenía en una lista negra al mindoniense por su precoces vínculo políticos hasta que se enteró de la enormidad de una obra literaria que quedaba, y queda aún hoy, por encima de cualquiera otra apreciación. Deberían considerar esto, a lo mejor, aquellos que se dejan llevar por los prejuicios ante la producción de Risco, Borges, D’Annunzio, Torrente Ballester, Vargas Llosa, Chateaubriand o, incluso, Céline. Este fue alguien absolutamente despreciable como persona, sin embargo también pienso que su Viaje al fin de la noche es una obra literaria magistral.
En realidad dije dos, no obstante creo que serían muchas más las cuestiones destacables de todo cuanto contó Ramón Chao, pero, tal vez, convendría resaltar una tercera. Me refiero a la importancia que dio a los orígenes, al eterno retorno a ellos. No sé cuál será el campanario que vislumbre al mirar la inmensidad desde su ventana. A lo mejor el de Notre Dame, a lo mejor el de Saint-Sulpice o el de Saint-Germain-des-Prés. Sólo sé que, cuando lo mira, en él siempre estará viendo, bajo el hermoso cielo de pizarra de París, las torres de la iglesia de Vilalba.

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