::LA NOVELA DE CADA CUAL por Mario Paz González::

Si fue Proust, con su abrumadora fecundidad, quien nos enseñó que era posible convertir la exploración de la memoria en ingente materia novelesca hasta el punto de hacer nebulosos los límites entre vida y obra, es conocido que contaba, en lo que a la literatura gala se refiere, con extraordinarios e ilustres precedentes. Ya Flaubert había dicho un poco antes aquello de que Madame Bovary era él, pero también Montaigne nos había advertido, unos cuantos siglos atrás, de que él, y sólo él, era el tema de su obra, esos Ensayos que, como recordaba estos días Jorge Edwards en la presentación de su último libro (La muerte de Montaigne, Tusquets), “son novelas modernas” o que, por lo menos, pueden leerse como tales. Con todo, entre todos ellos, destaca François-René de Chateaubriand, quien consagró casi toda la primera mitad del siglo XIX a redactar sus voluminosas Memorias de ultratumba.
En ellas el diplomático y escritor francés ofrece, con locuaz maestría y con una inmediatez que mezcla la experiencia vivida con el devenir histórico, algunos de los acontecimientos más memorables de su época. Su juventud de soldado viajero durante el fin del Antiguo Régimen y la Revolución, su madurez en el mundo literario del Imperio napoleónico y su senectud inmersa de lleno en la política de la Restauración son mostradas, no a través de la mirada diseccionadora y fría del historiador o de ese engolamiento afectado de cualquier narrador decimonónico, sino a través de los ojos curiosos y ávidos de un ser humano, de alguien vivo que comparte sus inquietudes, sus miedos o sus esperanzas, como huellas de imágenes reales, con el agradecido lector.
En el prólogo de Jean-Claude Berchet a la edición de El Acantilado (2004) se nos relatan –con esa agudeza y lealtad incondicionales propias del experto– algunos de los avatares que sufrió su autor para publicarlas. La intención inicial de Chateaubriand era que vieran la luz cincuenta años después de su muerte, de ahí el macabro título. Con todo, “que editor”, se pregunta Berchet, “aceptaría nunca unas condiciones semejantes?”. Finalmente, con la idea de salvarlas del olvido o la destrucción, su amiga madame Récamier daría solución al problema orquestando en 1834 una serie de lecturas públicas a las que asistieron amigos, confidentes y críticos consagrados de periódicos como la Revue de Paris. A partir de ahí se constituiría dos años después, en 1836, una sociedad que podrá administrar los derechos de publicación tras la muerte de su infatigable autor y de la que este va a recibir 136.000 francos a la firma del contrato y una renta anual vitalicia de 12.000 francos para poder completar la obra en los casi diez años siguientes. No es difícil imaginar, pues, la decepción que debió sentir cuando supo que, en 1844, los deseos de sus patrocinadores de obtener un beneficio inmediato que parecía no llegar, pese a un Chateaubriand septuagenario y afectado de hemiplejía, provocaron que se truncara el propósito original y que una parte de las Memorias... viese la luz de manera fragmentaria y desleal en aquel mismo año.
Las historias de los libros y de las vicisitudes que los acercan al lector, suelen ser caprichosas. Su presencia entre nosotros, a veces, también. Si las Memorias…, a las que Chateaubriand consagró su vida, tardaron finalmente casi un siglo en publicarse en las condiciones que él deseaba, me pregunto si el diplomático francés albergaría los mismos sentimientos contradictorios que uno siente, entre la simpatía y la frivolidad, al saber que, hoy día, una editorial de su país, Editions Comédia, ofrece a través de su web (www.monroman.com) la posibilidad de que cada uno de nosotros sea protagonista de su propia novela. Es tan sencillo como seguir una serie de pasos –escoger el género, aportar algunos datos personales sobre uno mismo, nuestros amigos y algunas circunstancias…– et voilà, en pocos días tenemos ya el libro en nuestras manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario