::EL OCASO DE LOS DIOSES por Mario Paz González::

La primera vez que leí la novela El señor de las moscas de William Golding, siendo apenas un adolescente, me llamó poderosamente la atención el hecho de que, entre todos los personajes, no hubiera ni una sola chica. No entendía por qué en aquella fábula, en la que unos muchachos supervivientes de un naufragio esperaban solos en una isla desierta por un anhelado rescate, no había chicas. Podría alegar ahora que, a lo mejor, mi sensibilidad adolescente había sido capaz de percibir a su alrededor las turbias estructuras de un mundo cambiante en el que las mujeres habían ido adquiriendo un protagonismo sin duda diferente al que pudieron tener en aquella época, para mí demasiado remota, en la que se escribió la novela.
Pero lo cierto es que, como cualquiera otro adolescente de mi edad, no concebía un mundo en el que las chicas no pudieran tener una presencia abrumadora y, por lo menos en esos años, desconcertante. Es probable que, de escribirla hoy, en un tiempo en el que se ha pretendido, cada vez más, ir en busca de lo políticamente correcto, lo equilibrado o lo justo, William Golding las habría incluido en la trama, aunque eso implicara una más que evidente, y edulcorada, mistificación de la realidad.
Cuando la leí de nuevo, muchos años después, en un momento en el que ya mi formación lectora y mi conciencia política habían ido madurando, hubo otro detalle, probablemente más importante, que esta vez no me pasó en absoluto desapercibido, hasta el punto de no entender cómo pudo habérseme escapado antes. Me refiero a la necesidad, presente en todos los personajes, de buscar un líder carismático al que seguir en la búsqueda de la anhelada supervivencia, aunque eso termine llevándolos, incluso, al fanatismo más radical y a la barbarie.
A lo mejor, como suele sugerirse, Golding pretendía presentarnos una distopía, es decir, el contrario de la utopía propuesta siglos atrás por Rousseau o Daniel Defoe, a saber: que el hombre es un lobo para el hombre. A pesar de eso, por mi parte, siempre pensé que esta obra no era más que una alegoría de la Segunda Guerra Mundial –al fin y al cabo se publicó por primera vez poco después, en 1954, y es la contienda el marco en el que se encuadra– y que la locura a la que se veían sometidos algunos de sus protagonistas al seguir ciegamente a un de los muchachos llamado Jack, un guía que los conducirá al desastre más sanguinario y atroz, no era más que una clara representación de lo que había sucedido en la Europa de la primera mitad del siglo XX.
Precisamente de los peligros de esa fe ciega en los guías, carismáticos o no, nos habla en un ensayo reciente, En el poder y en la enfermedad (Siruela, 2010), David Owen, ex ministro de Exteriores británico y psiquiatra, quien analiza la manera en el que los trastornos de muchos líderes mundiales han afectado a un buen número de sus decisiones políticas y, por tanto, al propio desarrollo de la Historia. También las imágenes que, a través de los medios, nos llegan desde hace unos meses de algunos países árabes, como Túnez, Egipto o Libia.
Resulta casi imposible no emocionarse ante la espontaneidad de esos chicos y chicas que se juntan en las calles o plazas, unidos gracias a la fuerza de las nuevas tecnologías, hartos del poder omnímodo de los sátrapas que los gobiernan. Resulta casi imposible no querer creer que, a lo mejor, como en La peste (1947) de Camus –otra maravillosa novela sospechosa de alegoría– esta fuerza organizada de muchos, a los que se intuye dotados de un profundo sentido crítico y alejados de aquellas masas exaltadas que seguían con fanatismo a sus dioses de carne y hueso, no pueda traer ahora nuevos aires de revolución democrática y libertad a todo un mundo sometido durante demasiado tiempo al miedo y a la humillación vivida bajo el abrumador e inquietante sometimiento a los dictados de uno solo.

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