::PERO ¿HAY REVOLUCIONES BONITAS? por Jesús A. Marcos::

Uno de los onirocríticos, a propósito de las actuales revoluciones del mundo árabe, insiste en proponernos que hay revoluciones bonitas. Y parece que tuviese razón porque, verdaderamente, es bonito ver esa explosión de vitalidad y valentía que ha llevado a los tunecinos y a los egipcios a ocupar las calles y las plazas. ¿Quién no hubiera deseado haber acampado en la sublevada Tahrir, sumergirse en su ambiente de hermandad o participar en las batallas para su defensa? Conocí a un hombre, entonces joven, que había vivido el mayo del sesenta y ocho en París y que también hubiera apoyado esa idea de que las revoluciones son bonitas. Me contó que allí, entre aquellas barricadas, su vida se había transformado. Especialmente, había desaparecido su incapacidad para relacionarse con las mujeres y, entre algarada y algarada, había mantenido con una estudiante el único romance del que había sido capaz de disfrutar; terminada la revuelta, la relación se rompió y él había regresado a su impotencia.

Sería éste –el del encuentro y la camaradería- un sentido de lo bonito cercano a lo entrañable. Pero también puede pensarse que lo bonito de las revoluciones radica en lo que las aproxima a lo bello, si entendemos, en este caso, que la belleza afecta a los despliegues repentinos de fuerzas que habitualmente permanecen dormidas u ocultas. Una revolución es bonita o bella en la misma medida en la que podemos decir que lo son una enorme tormenta, la erupción de un volcán o una gran llanura anegada por las aguas. Son desbordamientos naturales cuya grandiosidad participa de la belleza. Las sociedades son también volcanes o placas tectónicas que, aletargadas, acumulan energía. Cuando estalla la revolución, es hermoso ver en acción y al descubierto todo ese potencial transformador, que hace saltar los cierres ancestrales y quiebra los sedimentos estériles.

Pero, precisamente, la metáfora geológica nos lleva al lado oscuro de toda revolución, desde el que la belleza, si la hay, resulta imposible de deslindar o de entrever. Los despliegues de la naturaleza no se circunscriben al vacío demográfico y, cuando lo rebasan, pueden provocar pérdidas de vidas, a veces cuantiosas. Muchas personas ni siquiera distinguen entre fenómenos naturales y catástrofes humanas. No hay belleza en una tormenta porque matará personas y destruirá cosechas y la consecuencia para el hombre se sobrepone a cualquier otra experiencia. También las revoluciones arrasan los campos y matan personas. Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Bahrein: suman ya centenares de muertos, miles tras la nefasta contribución de Gadafi. Pero, sobre todo, en las revoluciones no pueden separarse el fenómeno natural y su incidencia sobre los hombres. Son los propios hombres los que se mueven y chocan tectónicamente: el riesgo para las vidas es ineludible. Hoy por hoy, hasta las revoluciones pacíficas lo implican.

Disfrutemos, pues, con nuestro onirocrítico, de lo que de bonito tienen las revoluciones, pero no nos olvidemos de sus lágrimas. Ahora que la vil Europa apenas mueve un dedo por los hombres que caen abatidos en una lucha que también a nosotros nos concierne, conviene recordar el lamento del rey David ante la pérdida de aquél al que consideraba más necesitado de la vida que él mismo:

Absalón, hijo mío, Absalón, ay, quién pudiera morir en tu lugar

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