Hace ya bastantes años, en una feria del libro antiguo, compré todos los fascículos de una colección titulada “Los gángsters”, que la editorial Sedmay, de Madrid, había sacado a la luz en 1974. En ella se hacía un recorrido, entre minucioso y novelesco, por las vidas nada ejemplares de algunos de los más reputados (es un decir) protagonistas de la historia del gangsterismo de la primera mitad del siglo XX. Johnny Torrio, Al Capone, Big Jim Colosimo, Arnold Rothsein, Lucky Luciano, Dillinger o Bonny & Clyde eran algunos de ellos.
En el prólogo que introducía la obra, los editores tuvieron, sin embargo, la sensata precaución de advertir a sus posibles lectores de la violencia que podrían encontrar en sus páginas y de que, de ninguna manera, habían pretendido hacer una apología de la forma de vida de estos personajes, si acaso habían tratado de analizar las posibles causas sociales que generaron aquel fenómeno, “el terreno en el cual pudo crecer y desarrollarse, y los errores cometidos por los hombres encargados de desarticular estas organizaciones”.
No entiendo nada de economía. Quizás porque, como decía Vicente Risco, los que somos pobres no estamos dotados para comprender una ciencia tan abstrusa y, añado yo, paradójicamente inexacta. No entiendo nada de economía y quizás por eso asisto entre resignados bostezos y una incómoda tensión, al desfile de noticias que, en los últimos tiempos, pasan continuamente por la televisión, la radio o la prensa en las que ya no se habla de otra cosa. Intento recordar desde cuándo sucede esto pero tengo la extraña sensación de que parece como si no hubiera existido un antes en el que se podía disertar alegremente de cualquier otro tema, tal vez más banal, pero también, a menudo, más enriquecedor.
Y sin embargo, pese al solemne aburrimiento que me producen estas informaciones, no dejo de experimentar un intenso escalofrío al oírlas o leerlas. Dudas sobre las pensiones (aunque la crisis haya demostrado la solidez del sistema público), postergaciones indefinidas de la edad de jubilación, amenazantes anuncios de bajada de sueldos y de aumento de horas de trabajo, constante subida del desempleo, anunciada crisis de las cajas de ahorros o dramáticas historias de familias enteras endeudadas y arruinadas a las que les han embargado la vivienda y, casi, el alma. Y sobre ese fondo apocalíptico, la imagen de aquellos que, aun siendo los causantes de todo, permanecen imbatibles o apenas dañados, recibiendo el respaldo de políticos e instituciones.
Mi generación y las siguientes, nacidas casi a la par que la democracia, fueron, en comparación con las anteriores, quizás las que han tenido un mayor acceso a la formación universitaria, pero también las que han encontrado más problemas para que eso se tradujera en un empleo acorde con sus capacidades y, por ende, en una vida más acomodada o en una vivienda digna. En mi manifiesta ignorancia sobre cuestiones económicas, leo en la prensa que muchos jóvenes titulados podrían emigrar a Centroeuropa en busca de un trabajo digno y medito sobre ello al tiempo que, como los autores de aquella colección de los años setenta, me pregunto sobre las posibles causas de este nuevo fenómeno. Me pregunto también a dónde fue a parar el dinero que en tiempos de bonanza pudo invertirse en investigación y desarrollo, un garante para todo crecimiento futuro. Quién sabe la respuesta, me digo a mí mismo mientras cierro el periódico y miro por el ventanal de una cafetería de un barrio del extrarradio de una ciudad cualquiera y, en el crepúsculo de este domingo invernal, oteo el ceniciento horizonte que me ofrece la imagen fantasmal y desoladora de incontables filas de edificios deshabitados que se extienden hacia el infinito mostrando en sus bajos los alegres carteles de múltiples sucursales bancarias.
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