::LA ROJA, LOS TOROS Y YO por César Reis::

He de reconocer que, de entre los ocho goles de la Roja en el Mundial que acaba de terminar, uno de mis preferidos fue el que marcó a Alemania Carles Puyol, el capitán del Barça. Y no porque yo pueda tener algún tipo de preferencia por este equipo –lo cual, aunque así fuese, sería totalmente irrelevante–, sino porque, en su celebración, Puyol supo demostrar a la concurrencia que los futbolistas, pese al grado de aislamiento y concentración que requiere una competición de la envergadura de un Mundial, también están conectados con la realidad. Más, me atrevería a decir, que muchos de los aficionados. Más, incluso, que algunos de los medios que retransmitieron fielmente el acontecimiento. O sino, ya me dirán cómo se explica la escasa repercusión que tuvo su gesto en homenaje a los antitaurinos –véase la foto que acompaña a este texto–, precisamente la víspera de que el Consejo de Garantías Estatutarias avalara por mayoría el texto, que irá a votación en el pleno del Parlament catalán el próximo 28 de julio, sobre si se realizará esa modificación de la Ley de Protección de los Animales según la cual podrían llegar a prohibirse las corridas en Cataluña.
Pero quizás haya sido mejor así. Al fin y al cabo el Mundial nos ha evitado hablar de tantas cosas que una más tampoco importa. Quizás haya sido mejor no dar demasiada repercusión al asunto a fin de no enturbiarlo todo más todavía, como suele suceder en un país tan exageradamente esclavo por la partitocracia y del apocalipsis como este. Un país en el que se tiende a mezclar churras con merinas cada dos por tres y sin venir a cuento, pues cualquier tema de debate, del tipo que sea, acaba convirtiéndose en un debate político –siempre en el peor sentido de la palabra– y uno no puede opinar de casi nada sin que venga el santón de turno a adjudicarle una etiqueta u otra, a encajarlo en el compartimiento estanco que su limitada visión de la realidad precisa para sentirse cómodo y seguro. Al menos la Roja nos ha dado más de una lección de profesionalidad y tolerancia en ese sentido, pues en ella tienen cabida el antitaurino Puyol y un Vicente del Bosque admirador de Santiago Martín, 'El Viti', paradigma del torero que, como él mismo, conjuga el arte de su oficio con la sobriedad.
Sinceramente, si nos dejamos guiar por el sentido común, y no por lo que dicten los líderes de un partido u otro, no hay nada grave en que se sigan realizando corridas de toros en Cataluña. Otros problemas más graves habrá. Pero tampoco en que se prohíban. Ya se ha hecho en Canarias desde hace casi veinte años –en concreto desde 1991– y nadie ha puesto el grito en el cielo, ni se ha atrevido a decir que los habitantes de las islas sean menos españoles de lo que puedan ser los “godos” –con perdón–. Si el Parlamento Catalán decide aprobar la ley en la votación fijada para el 28 de julio está en su pleno derecho. O al menos, eso es lo normal en democracia.
Por mi parte, no me considero ni a favor ni en contra de ese espectáculo. En realidad me resulta bastante indiferente, tal vez porque provengo de un oscuro lugar del norte donde no se rinde culto a la tauromaquia. A menudo suelo resistirme a las frecuentes invitaciones que recibo de algunos amigos de otros puntos de la geografía peninsular moderada o exageradamente aficionados. Lo hago porque sospecho que me voy a aburrir en un espectáculo que encuentro bastante obsoleto, que veo como cosa de otra época, como si se tratase de algo anacrónico, ya superado o abolido por el paso del tiempo. Quizás porque en él se ensalza toda esa mitología anticuada y mistificadora de una masculinidad tan desfasada como cualquier otra moda del pasado. Y no me refiero sólo a las modas indumentarias. Una mitología que, sin embargo, continúa subyacente –aunque afortunadamente cada vez menos– en determinados sectores de la sociedad y en la que se tiende a ensalzar a esos héroes inverosímiles y un tanto egocéntricos, adornados de una superioridad y un machismo anacrónico y sin duda ridículo a los ojos del mundo actual, basado en los modelos de lo políticamente correcto y la metrosexualidad. Es esa misma mitología que reivindican como valor de lo masculino todavía hoy algunas mujeres “de rompe y rasga” –nunca he llegado a entender del todo la expresión–, mujeres que, por lo general, suelen ser bastante más machistas que muchos hombres. Es la misma mitología que, aunque en otro contexto pero con la misma esencia e intensidad, encontramos enquistada en todos aquellos fanáticos de las armas que pululan por los Estados Unidos, como aquel Charlton Heston absurdamente ridículo que retrató, no sin crueldad –todo hay que decirlo–, el también bastante egocéntrico Michael Moore en su Bowling for Columbine, alegato cinematográfico contra la violencia donde los haya. Cualquier persona que se tenga por mínimamente civilizada debería sentir la misma incomodidad que me imagino que yo mismo sentiría si asistiese a un espectáculo cruel en el que no sólo sufre un animal –demasiado se incide ya sobre ello–, sino que, al mismo tiempo, un ser humano está poniendo en peligro su vida con el único fin de entretener a un público ávido de emociones. O tal vez no, porque los individuos somos poliédricos y demasiado complejos como para que se nos someta a un reduccionismo limitador. Y no voy a ser yo quien lo haga.
En cualquier caso, y puestos a escoger entre espectáculos de masas, prefiero quedarme con el fútbol, al menos en él no hay tanta violencia –salvo cuando juega Holanda una final- y porque, como dice la célebre cita del entrenador italiano Arrigo Sacchi, erróneamente atribuida a Valdano, “el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”.

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