::El TIEMPO DE FRITZ WALTER por Mario Paz González::

“Tienes que escuchar esta historia”. Hacía tiempo que no nos veíamos. Mi amigo habla deprisa, con una especie de urgencia febril. “No sé hasta dónde se mezclan la realidad y la leyenda, eso es cierto, pero merece la pena oírla”. La gente pasa a nuestro alrededor con paraguas y chubasqueros. Nos encontramos por azar después de meses sin vernos y allí estábamos, en un café del centro, compartiendo un pedazo de nuestro tiempo en estos días lluviosos de junio que parecen robados al otoño.
Habla deprisa, pero intento escucharlo como quien oye una confidencia íntima, aunque su voz tiene un tono quizás un poco alto de más, como si estuviera discutiendo con alguien. Alguno mira hacia nosotros con extrañeza. La cosa, según me dice, va de fútbol, de Fritz Walter... y de la lluvia. “Siempre que llueve no puedo evitar acordarme de él. La lluvia”, confiesa, “es el tiempo de Fritz Walter”.
Hasta a los moderadamente aficionados al balompié (yo aún no me he aprendido cuáles son todas las selecciones que van a ir a Sudáfrica) les debe de sonar el nombre. “La historia del fútbol”, dice él como si estuviera leyéndome el pensamiento, “también está llena de pequeños relatos que merecen la pena. El fútbol es importante, amigo mío”, insiste, “la Roja es la única que nos puede hacer olvidar la crisis”. La ‘roja’. Me gusta el nombre, suena bien. Es como si una muchacha de larga cabellera de fuego hubiera ido a representarnos allí abajo.
Ajeno a mis cavilaciones mi amigo sigue a lo suyo. “Fritz Walter”, me dice, “nació en la ciudad alemana de Kaiserslautern, en Renania-Palatinado, en el año 1920. Es probable que siempre hubiera tenido algo así como un talento innato para el deporte y por eso, siendo todavía un mocoso de nueve años, se unió al equipo de su ciudad, en el que habría de debutar ocho años después. Siempre me produjo cierta inquietud”, comenta mientras sorbe un trago y sus dedos ascienden arriba y abajo en la taza, “el hecho de que, a pesar de eso, no haya llegado a conseguir la relevancia de un di Stefano, un Cruyff, un Pelé, un Maradona... A lo mejor porque lo llamativo de su historia se halla tanto en su valía humana tanto como en la deportiva. Quizás porque carece de un lado oscuro. El caso”, continúa, “es que Walter se mantuvo fiel a su equipo a lo largo de toda su carrera y, al poco tiempo de debutar con ellos, jugó también en la selección alemana de Herberger en un amistoso contra Rumanía. Sin embargo su mundo se hizo pedazos con el estallido de la segunda Guerra Mundial echando por tierra lo que, sin duda, habrían sido los mejores años de su vida deportiva. Fue reclutado por el ejército nazi, como paracaidista, y enviado a Hungría donde cayó prisionero en un campo de concentración. Es quizás aquí donde comienzan a mezclarse la leyenda y realidad”.
Mi amigo hace una pausa dramática convencido de mi reconcentrada escucha. “Se cuenta que allí contrajo la malaria. También, que jugaba al fútbol con los otros presos e incluso con los guardianes. Hasta se dice que eso fue lo que le salvó la vida, pues, frente a lo acontecido a algunos compañeros, se libró de una muerte posible en el gulag soviético porque aquellos húngaros dijeron a los rusos que no era alemán, sino austríaco.
”Cuando volvió a su país se reintegró a su equipo renano y a la selección, de nuevo con Herberger, como si nada. Con los suyos ganó un par de campeonatos nacionales. Con la selección, siendo ya todo un veterano, llegó a la final de la Copa del Mundo de 1954. Pero, ¿a qué no sabes a quien se enfrentó allí?”. Le confieso que a esas alturas estoy intrigado y le ruego que siga. Sonríe. Me mira con las pupilas dilatadas en un gesto de satisfacción inequívoca y dice, con un ademán que tiene mucho de teatral, “pues nada menos que con la selección del país de su cautiverio: Hungría. Es preciso decir que, para colmo, no se trataba de un equipo cualquiera, lo integraba nada menos que lo más sonado de su historia: Bozsik, Czibor, Kocsis, Hidegkuti y el futuro madridista Ferenc Puskas, considerado uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos. Sin embargo, y para sorpresa de todos, ganaron los alemanes y ahí comenzó el trayecto de uno de los, a partir de entonces, mejores equipos del mundo, pero eso es otra historia. El caso es que, cuando dos años después, los tanques soviéticos invadieron el país magiar y muchos de aquellos fenómenos, como Puskas, optaron por el amargo camino del exilio, fue Walter, agradeciendo de alguna manera el trato recibido en la guerra, quien les ayudó en todo lo que estuvo en su mano. Siempre huyó de esa gloria vacua a la que son hoy tan aficionados los astros del balón e incluso se cuenta que, en el final de su vida, dedicó parte de su tiempo a colaborar en la rehabilitación de presos. Antes de morir en 2002 tuvo tiempo de confesar que la suya había sido una vida de alegría incesante”.
Mi amigo se calla. Miramos hacia la calle. Sigue cayendo esta lluvia empecinada de junio y parece como si el color plomizo del cielo se desvaneciera en las gruesas gotas que quedan colgadas del vidrio de la ventana. Es como una canción de otoño en primavera. Pienso en Darío y en Verlaine. De pronto nos damos cuenta de que el tiempo huidizo del ocio terminó y de que es preciso regresar a nuestras ocupaciones sin saber cuánto tiempo va a pasar hasta que nos encontremos de nuevo. Lo acompaño hasta la parada del bus mientras una ráfaga de viento amenaza con arrastrarnos igual que hojas muertas. Cuando llegamos, y a punto de despedirnos, recuerdo algo: “Oye”, le digo, “¿y la lluvia…? ¿Qué tiene que ver la lluvia en todo esto?”. “¡Ah! Olvidaba lo más importante”, dice mirándome con un gesto de divertida satisfacción mientras comprueba que el autobús que aparca en ese instante delante de nosotros es el suyo, “aunque pienso que quizás es sólo parte de la leyenda. Cuentan que cuando Walter estuvo en el campo de presos y cogió la malaria se adaptó a la lluvia porque era lo único capaz de aliviarle las fiebres y los escalofríos. Por eso no sólo no le incomodaba al jugar, sino que hasta le daba cierta ventaja sobre los otros”. Una muchacha de larga cabellera roja se acerca a pedir fuego. Mientras me palpo los bolsillos en busca de un mechero, veo a mi amigo subiendo de un salto los tres escalones del autobús. “¿Y...?”, le chillo en contra de mi costumbre, urgido por la ansiedad, sin comprender lo que quiere decir y pensando que me quedaré sin conocer el final de la historia. “¡Es la justicia poética, hombre!, ¿no te das cuenta?”, me dice mientras las puertas chirrían a punto de cerrarse. “Eso fue lo que le dio la victoria. Por lo visto el día de la final del Mundial contra Hungría, en Berna, tuvo la compensación por todos los años de vacío de la guerra: caía el agua a jarros tanto como hoy, tanto como hacía mucho que no se había visto ni se iba a ver en demasiado tiempo en aquellas tierras alpinas”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario