::PAISAJE FIN DE FIESTA por Bruno Marcos::

“Alguien había cometido un error y la orgía más cara de la historia había terminado. Nos volvíamos a apretar el cinturón y buscábamos la expresión más correcta del horror mientras recordábamos nuestra juventud perdida, cuando cada día era mejor que el anterior.” Lo escribe Scott Fitzgerald sobre el ocaso de los dorados años veinte, un periodo que cada vez se asemeja más a nuestro pasado más reciente en el que el perfume de una fiesta que no acabaría nunca nos embriagaba.
También nos provoca, esta crisis, mirar los años pasados como a nuestra Belle Époque. Ese periodo iniciado a finales del siglo XIX en el que florecieron la industria y la economía propiciando un gran entusiasmo en todas las clases sociales, desde la aristocracia al proletariado, en un ambiente urgido igualmente a una fiesta constante por la intuición de algún horror futuro como habría de ser, poco después, la primera guerra mundial.

Llevamos bastante tiempo instalados en el término crisis como si este exorcizase el deterioro manifiesto para convertir el descenso en algo pasajero. Invocamos una suerte de magia blanca para que nos convenza de que la pobreza no es nuestro destino. Parece imposible que nuestro mundo tuviera marcha a atrás y, más que en una crisis, permanecemos en un estado que tiene todos los atributos de la resaca. Decía Baudelaire que la resaca es un sentimiento de culpa y una vuelta al principio.
Parece harto difícil encarar el futuro sin admitir que lo otro nos hechizaba. Cómo poner en orden la casa con toda la vajilla por el suelo y los restos pegajosos del champán por doquier. Cómo limpiar el suelo, ordenar los muebles, sacar el pestilente olor sin admitir que ayer estábamos, por voluntad propia, completamente embriagados. Cómo eludir el sentimiento de culpa.
Ya van años de resaca y nadie se fía que todo el mundo haya abandonado el antro y de que no ande alguno dormitando debajo de una alfombra para dar el postrer aullido como aquel que proclamara que, en el centro del vacío, hay otra fiesta. Cabe pensar que una casa tarda mucho en arruinarse del todo ¿Estamos preparados acaso para el momento desagradable en el que, al higienizarla, aparezcan la ropa interior ensangrentada, un bisoñé y hasta una dentadura postiza?
Cuando la ruina económica se ceba con una casa grande lo primero que se da es la compulsión del reciclaje, un bricolaje cuyos materiales son los restos de la fiesta. La basura de la basura se enseñorea entonces de la escena para tornar lo que antes fue glamuroso en ridículo. Y entre ese reciclaje está la proclama que grita que hay que hacer lo posible para que la fiesta empiece nuevamente, pedir más crédito, consumir, gastárselo todo, cambiar de coche, incluso de mujer, de amante y hasta de perro, y comenzar otra vez la juerga sin fin, por patriotismo.
La historia –Fukuyama dixit– llegó a su fin. La economía está por encima de la democracia, es más la democracia es el dinero. Después de la fiesta se rompe la paz social, lo dicen todos, porque en el despilfarro no hay clases sociales, en la orgía todos, pobres y ricos, poseen lo mismo, un cuerpo. Después de ella todo vuelve a lo de siempre, se para la música y cada uno queda intempestivamente confinado en un estereotipo. Los políticos Avida Dollars, la Iglesia una secta de pederastas, los poetas unos memos que se hacen pipí en la cama...
Si se pretende prolongar la fiesta más allá de su final puede acabar de forma dramática. Eso nos quiso transmitir Scott Fitzgerald aunque él mismo, pese a la clarividencia, no alcanzó a bajarse a tiempo de ella.
No careció la Belle Époque de un hecho simbólico que proclamase su fin como lo fue el hundimiento del Titánic, ni estuvieron desprovistos los años veinte de acontecimientos igualmente estilizados en sus postrimerías como aquellos de los magnates neoyorquinos asomados al filo de los rascacielos para dar fin a unas vidas que se les tornaban insoportables sin dicha fiesta. No menos estetizado ha sido el aldabonazo de nuestra crisis que habría de ser ubicado, no demasiado erróneamente, en la espectacular tragedia de las torres gemelas de Nueva York. Da vértigo pensar así, darse cuenta de que la Historia no para y que nos pasa por encima.
En breve un crucero saldrá a conmemorar el fin del Titánic, alcanzando a la misma hora nocturna las coordenadas justas de su hundimiento, el lugar exacto, mientras un selecto número de viajeros cenarán el mismo menú de aquella velada. Se trata sin duda de la fascinación por el fin de fiesta, no hay nada tan fascinante como él cuando la fiesta ha sido colosal, incluso fascina más que la propia fiesta. Me pregunto si, como se ve en la película vieja, encerrarán a los de tercera clase mientras la orquesta de violines ameniza la debacle, para reproducir la paz social de entonces.
Dedica Scott Fiztgerald Suave es la noche a unos amigos a los que desea: “Muchas fiestas”. Esperemos no terminar como el Rubén Darío del Nocturno, tristes de fiestas.

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