::EL PESO DE LA HISTORIA por Mario Paz González::

A los que, como yo, somos aficionados a ver libros de fotografía nos gusta, a menudo, imaginar las vidas de los que allí aparecen retratados, especialmente cuando se trata de gente anónima, personas cuya existencia –si la foto es muy antigua– tal vez se ha borrado o desdibujado ya definitivamente, dejando apenas esa imagen como único destello de inmortalidad.
El pasado noviembre, con la conmemoración del veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín, se ha podido ver de nuevo, reproducida en la prensa, una imagen que siempre me había llamado la atención y fascinado por su indudable plasticidad. Se trata de la famosa foto tomada el 15 de agosto de 1961 por el fotógrafo alemán Peter Leibing en la que se puede ver a un soldado, en la frontera entre Berlín Este y Berlín Oeste, que salta sobre una alambrada con el poderío y la ligereza propios de un bailarín de ballet clásico, mientras, como en una coreografía estudiada, arroja su rifle al suelo.
He de reconocer que son este tipo de comparaciones las que me hacen pensar que todo en esta foto parece dotado de esa imaginería propia de una puesta en escena: los transeúntes conversando tranquilamente en el fondo que miran con apacible curiosidad; el hombre del gabán, situado en primer plano, que, como si de un turista se tratase, filma el acontecimiento; la caseta que advierte de que allí se termina uno de los sectores de una ciudad absurdamente dividida… Podría parecer, incluso, el rodaje de otra película de tantas sobre la guerra fría que en aquellos años partía Europa.
Ahora, al verla reproducida de nuevo en los medios, no he podido evitar preguntarme qué habría sido de aquel hombre joven, probablemente tan común y tan remoto como cualquiera de nosotros mismos si no fuese por el simple hecho de que la acción que protagonizó ese día lejano habría de convertirlo en un símbolo más, entre otros, de la huida hacia una ansiada libertad.
Es preciso aclarar que, del mismo modo que "Le Baiser de l'Hotel de Ville" de Robert Doisneau, la fotografía de Leibing también estaba, en cierto modo, preparada, aunque las circunstancias y posibles consecuencias trágicas que dicha preparación podía haber acarreado, no eran en absoluto comparables. Al parecer, a los tres días del cierre de la frontera entre el sector ruso y los otros tres en que se dividía la ciudad (americano, británico y francés) el fotógrafo, que por entonces trabajaba para la agencia de Hamburgo Contiepress, recibió el aviso de que un soldado del Nationale Volksarmee (Ejército Popular Nacional) de la RDA, iba a saltar la alambrada para huir escoltado en un furgón de la Policía de la República Federal. Esto explicaría su presencia –del fotógrafo– y la del hombre con el tomavistas aguardando para inmortalizar el acontecimiento. Pero nunca he dejado de preguntarme sobre los motivos que en realidad llevaron a Conrad Schumann –así se llamaba el soldado– a saltar la alambrada y mi mente no ha dejado de pergeñar diversas, sin duda vanas, hipótesis de lo que probablemente nunca sucedió. Tal vez porque, tratándose del contexto de la guerra fría, las novelas y películas que he leído y visto me hacen creer en sombríos laberintos de conspiración y de espionaje. Probablemente no sea nada de eso, pero no puedo dejar de pensar que quizás, más allá del angustioso deseo de libertad, lo que pudo mover a aquel muchacho de apenas diecinueve años fue un cierto deseo de notoriedad, de huida de la mediocridad común, del destino vulgar y oscuro al que estaría, como de alguna manera todos lo estamos, tristemente abocado. Me ha hecho pensar en esto saber que, al final, pagó un alto precio por su temeridad, por alcanzar esa precaria libertad recién conquistada. No sólo el aislamiento de los suyos, familia y amigos, que no pudieron huir, sino también las dificultades para encontrar un trabajo estable. En 1989, tras el derrumbe definitivo del Muro admitió que el hecho de verse a sí mismo como un fracasado, sin amigos y sin porvenir, le hizo caer en la bebida durante una decena de años. Sin embargo, aunque también admitió que nunca había lamentado su salto, en 1999, al cumplirse los diez años de la unión de las dos Alemanias, se suicidó en un bosque cercano a su domicilio en Kipfenberg (Baviera).
A menudo la vida está llena de estas paradojas, existencias de seres anónimos –la intrahistoria unamuniana– que, pese a protagonizar hechos heroicos que llegan a adquirir un carácter inequívocamente simbólico, no pueden resistir el peso de su propia leyenda. El peso de la Historia. Sin embargo, para nosotros, puede quedar al menos el consuelo de creer que acciones como el salto de Schumann han iluminado a muchos el camino hacia una Europa más libre. Al ver en la televisión las calles de Berlín, en esos momentos de celebración, y a buena parte de su gente paseando despreocupados bajo los tilos más allá de la Puerta de Brandenburgo, sin duda se podía sentir, de alguna extraña manera, la emoción del recuerdo de todos aquellos que, como Schumann, aportaron su grano de arena en la lucha por la paz. En los rostros emocionados se percibía más que nunca ese aroma de libertad y ese sentimiento único, esa forma especial de relacionarse con el tiempo que caracteriza a los habitantes de una ciudad que lleva sobre sus hombros el peso insondable de los terribles acontecimientos vividos a lo largo del siglo pasado. Una ciudad en la que se mezclan, como otro símbolo más, la modernidad más visionaria con esa profunda dignidad de lo gastado, de lo que ha sobrevivido al paso de los años, entrelazando así, con armonía y cautela, un pasado terrible y un futuro, esta vez quizás, esperanzado.

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