::LA DECISIÓN DE ECO por Mario Paz González::

Las buenas historias, y no me refiero sólo a las novelas, son aquellas cuya trama es capaz de envolvernos, de seducirnos “con su poder de persuasión” –que diría Vargas Llosa–, de secuestrar nuestra voluntad hasta obligarnos a abandonar aquello que estemos haciendo simplemente para conocer algo más de lo que allí se cuenta. Pero las buenas historias, a estas alturas todos lo sabemos, no son sólo los hechos narrados, sino también el modo en que llegan a sus receptores, las palabras o las imágenes –en el cómic, el cine y la televisión– que sustentan la trama, que forman con ella un todo único e indivisible que hace que la historia, precisamente para ser buena, necesite de ese, y no de otro, apoyo.
Quizás por eso sorprende tanto la reciente decisión de Umberto Eco, anunciada hace unos días en la prensa, respecto a su novela El nombre de la rosa. Según parece ha decidido aligerar la trama y despojarla de buena parte de su rico caudal de erudición para así acercarla a los lectores más jóvenes.
Sin ponernos “apocalípticos” –aunque sin ser del todo “integrados”, por parafrasear al propio Eco–, a los que en su día nos subyugaron las aventuras de fray Guillermo de Baskerville y su fiel acompañante Adso de Melk, nos sorprende la justificación del propio autor alegando que, puesto que se trata de su primera obra, es probablemente la peor. Así que tal vez ambos, tanto los apocalípticos como los integrados que han dado su opinión estos días en los medios, tengan su punto de razón.
Los primeros sostienen que la decisión de Eco no es más que otro reflejo de la decadencia del lector como individuo capaz de realizar un esfuerzo que implique una superación personal, a la hora de acercarse a una obra artística, que lo llevaría hacia un mayor crecimiento intelectual. Para estos lo sucedido ahora con El nombre de la rosa no es más que una bajada de pantalones ante la facilidad general de las lecturas contemporáneas, rendidas al best seller zafio, malamente documentado y peor escrito que, pasado su momento editorial, se sumergirá en el más profundo de los olvidos. Les da la razón, tristemente, el hecho de que en los planes de estudios de enseñanzas medias, y aun superiores, se renuncie cada vez más a los autores clásicos por su supuesta dificultad, sustituyéndolos cada vez más a menudo por obras de fácil digestión en aras de motivar hacia la lectura a un mayor número de lectores. Como si cantidad equivaliese a calidad. Como si hubiera algo de malo en leer a esos autores que serían imprescindibles en determinadas etapas de nuestro desarrollo intelectual. En este sentido deberíamos recordar las sugerencias de otro italiano, Italo Calvino, de por qué leer a los clásicos.
Por su parte, entre los integrados se sugiere –y así lo manifestaba Quim Monzó hace unos días en La Vanguardia– que muchos de nosotros hemos accedido a los autores clásicos, en nuestro aprendizaje como lectores, a través de versiones simplificadas, incluso deturpadas o amputadas de sus partes más áridas y tediosas, adaptadas, en cualquier caso, no sólo como texto, sino también a otros lenguajes como el del cómic o el cinematográfico sin que ello supusiera un menoscabo de dichas obras. Es más, podríamos añadir, a veces la revisión ha sido tan original que ha dado lugar a una obra casi totalmente nueva, muy diferente del clásico en el que se inspira. Pienso, por ejemplo, en la adaptación realizada por Alessandro Baricco –y van tres italianos– de La Ilíada de Homero. La diferencia principal estribaría ahora, en el caso de Eco, en que sea el propio autor, y no otro, quien adapte el original. El verdadero propósito que se oculta tras esto, si lo hubiere, es difícil conocerlo. ¿Se pretende sólo acercar la obra al público más joven y menos lector o, tal vez, hay un secreto temor de caída en el olvido dada la dificultad del libro original que es, por otra parte, el más universalmente conocido de su autor? Si esto es así, sin duda Eco sería consciente de que obras muy complejas o con un lenguaje más abstruso o menos asequible han pasado al olvido frente a otras que habían sido escritas con un lenguaje más claro, incluso tratándose, en ocasiones, de un mismo autor. Y si no me creen, que levanten la mano aquellos que hayan leído las obras latinas de Petrarca –cuarto y último italiano– frente a los que conozcan su Canzoniere. O el Laberinto de Fortuna de Juan de Mena frente a las Coplas de Manrique o las Cantigas de Alfonso X.
A estas alturas de la polémica, hay quien sugiere que, si de acercarse a los más jóvenes se trataba, podría haberse hecho un videojuego que probablemente tendría más tirón que la versión que conoceremos en octubre. Por otro lado, los que ya hemos leído El nombre de la rosa difícilmente la releeremos en esa versión reducida –la vida es demasiado corta y hay otras lecturas pendientes– y sin embargo, y a fin de facilitar el trabajo a la posteridad, sólo restaría dejar una pregunta en el aire. A partir de ahora, ¿cuál de las dos versiones de la novela podrá considerarse la canónica, la original ya conocida o esta nueva simplificada?

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