::JOEY por César Reis::

Parafraseando con libérrima impudicia al poeta Gil de Biedma, me atrevo a decir que de todas las historias de mis bandas de rock preferidas, sin duda la más triste es la de los Ramones, porque termina mal. Si para destripar las vidas posibles de los Beatles en el moroso Anthology fue necesaria la friolera de casi diez horas, Jim Fields y Michael Gramaglia apenas emplearon 108 minutos en ilustrar con no menos pasión la historia de los Ramones en “End of the Century” (2003). En el fondo nada extraño, proporcional a la duración de los temas de ambas bandas.
La música perpetrada por la banda de Queens resulta, de pura sencillez, sumamente ingenua –estriba en ello la propia simplicidad del rock’n’roll en tanto que manifestación genuina de la música popular moderna–, llena de tonadas vivaces, pletóricas, sinceras...
Sin duda propenden al oyente a una alegría incondicional, a un vitalismo de una candidez ilimitada y avasalladora. Sin embargo, el documental “End of the Century” muestra el mismo rosario de sufrimientos, el mismo catálogo de culpas, la misma ilimitada conjunción de pecados que cualquier otra historia similar donde las haya.
Resulta extraño pensar que quienes fueron capaces de transmitir tanta alegría sincera no hubieran tenido la capacidad de disfrutarla. En cualquier caso, de entre los sufridos representantes, de entre la turbia y viciosa ambigüedad de Dee Dee, el pasado pendenciero de Johnny o el desvío hacia los márgenes de la locura de los sucesivos baterías, emerge con luz propia la figura del vocalista Joey.
Si –Monterroso dixit– los vates han de ser más bien bajitos, sus dos metros de estatura, su indudable fealdad física o un diagnóstico precoz de trastorno obsesivo-compulsivo no fueron argumentos suficientes para apartarlo de convertirse, sin apenas él mismo pretenderlo, en un auténtico poeta del rock. De tener su origen en alguna rancia alcurnia europea o de estar la cuenta corriente de su familia felizmente saneada o dotada de mayores atributos pecunarios, el mundo circundante lo hubiera considerado alguien de una genialidad excéntrica y poco común. Siendo como fue no le quedó otro remedio que vivir con la conciencia y el estigma del “raro”, del perro verde, del desposeído oriundo de los mismos márgenes de la marginalidad. El infierno, Sartre nos había advertido, son los otros. En un mundo de modales rufianescos como el del rock y sus alrededores, sólo alguien igualmente egregio, aunque chiflado, como Phil Spector, dotado de un genio tan voraz como el suyo, sería capaz de vislumbrar algo sublime más allá de donde los otros sólo percibían lo grotesco de su apostura, lo irregular de su desproporción.
El epílogo a “End of the Century” deja, así, un sabor agridulce al espectador. Todos menos Joey, fallecido poco antes de cáncer linfático, recogen en 2002 el primer reconocimiento firme que les otorga la industria del rock. Dee Dee moriría poco después de terminar el documental. El guitarrista Johnny, con quien Joey no se hablaba desde hacía años pese a seguir compartiendo escenario, confiesa no haber asistido al cantante en sus últimos momentos. Aunque no menciona su propia salud, alega no concebir un fariseísmo que en absoluto deseaba para sí mismo –un año después se lo llevaría un tumor de próstata.
“Too tough to die”, demasiado duros para morir, rezaba en 1984 uno de los temas del álbum homónimo. Tanta alegría no era posible. Los dioses se conjuraron contra ellos, quién sabe en base a qué absurda manera de mantener el equilibrio universal.


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