El futuro es el pasado. Creo que fue Einstein el que dijo que la cuarta guerra mundial sería con palos y piedras, pues los palos y las piedras ya están aquí, en Avatar, la película de la que habla todo el mundo.
Si no fuera porque parece fundada en el cuestionamiento de la realidad de Mátrix o en la bioética existencialista de Blade Runner y porque se aseguraron de dar empleo a Sigourney uno no se daría cuenta de que hablan del futuro sino más bien del pasado. Toda la película es una excusa para mostrar otra guerra y quizá lo original es que la ganen los que luchan con los palos y las piedras.
La especulación inmobiliaria o algo parecido en base a un subsuelo rico en no sé qué minerales promueve, en el salutífero planeta de Pandora, la aniquilación de un pueblo humanoide extremadamente sensible y espiritual que encarnaría una especie de ecologismo del mañana. Lo más característico de estos seres es que han desarrollado, al final de su demasiado larga coleta, un ramillete de pelos metafísicos con los que se unen a seres vivos produciendo un sincopado orgasmo que les dilata las pupilas.
Todas las criaturas son improbables desde el punto de vista evolutivo: los caballos de seis patas, los humanoides enormes con caderas atrofiadas, los hipopótamos con morro de pez martillo... que además conviven con pajarracos gigantes prehistóricos o lobos esquemáticos.
Creo yo que una de las claves del género fantástico es precisamente la verosimilitud y Avatar es un revoltijo de plagios y de fantasías faltas de imaginación cuyo mensaje inconsciente no es un supuesto esencialismo ecologista y cósmico sino la vuelta a la superstición y al taparrabos. Su espectacularidad es un compendio de majaderías como la de las montañas flotantes atadas por hilillos de vegetación unas a otras para que, de tanto flotar, no se vayan al quinto pino, o el árbol de las almas, verdadero tratado del concepto visual que maneja como paradigma de lo bello, la cosa más tonta de lo visual, la fosforescencia.
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