Existe un libro conmovedor y, seguramente, olvidado, un testimonio que de tan cercano sobrecoge. Victoriano Crémer, en la recién inaugurada democracia, publicó un texto a medio camino entre el diario íntimo en tiempos de guerra y las memorias de un superviviente. Se trata de la descripción de su cautiverio durante la contienda civil española, primero, en el leonés penal de San Marcos y, luego, en la prisión de Puerta Castillo.
Victoriano nos lleva de la mano por una ciudad que es la nuestra repentinamente infernada. Estamos con el autor caminando desde la plaza de Regla, escoltado por sus captores, hasta la comisaría del Cid, con él nos ocultamos en el cubículo del piso de Santa Ana. Le seguimos en el trayecto desde San Marcos hasta su casa cuando es liberado y no hay nadie para acompañarle mientras teme que le asesinen los que matan presos recién sueltos.
Crémer se detiene en las conversaciones de quienes moraban entre rejas, sus cavilaciones a la espera de una muerte más que probable. Recogen estas páginas el asombro con el que escuchaba a los convictos repetir que no habían hecho nada. Medita él que por no haber hecho nada estaban ahí, ante una injusticia convertida en ley y juzgados por quienes vulneraron la verdadera para poner la suya que sólo podría ser legitimada por la fuerza.
Resulta terrible y fantástico imaginar la ciudad espectralmente sensibilizada por las ametralladoras instaladas en las torres de la catedral o a los capuchinos con las correas militares sobre el hábito pardo, o al ejército de mineros asturianos vivaqueando en el paseo de la Condesa a la espera de unos fusiles que se los habrían de dar ocultamente inutilizados. También nos retrata el paso de los nazis por León. La legión Cóndor que estuvo hospedada en el hotel Oliden y edificios anejos. Los camiones repletos de los mejores alimentos cruzaban las calles hambrientas de la ciudad en guerra para saciarlos. Tuvieron que ser los mejores ejemplares de la raza superior que acabarían arrumbados al moridero de la segunda guerra mundial para culminar, bajo tierra, las Nietzscheanas teorías del superhombre, tan distintos a los de las postrimerías del tercer Reich en las que se reclutaban a todo tipo de enclenques y a muchachos cada vez más niños.
Recoge El libro de San Marcos las impactantes fotografías de las esvásticas sobre el retrato gigante de Franco en el aeropuerto de la Virgen del Camino, también las de los alabarderos de la diputación bajo un arco ornamental que situaba, en perfecto maridaje, al escudo de León y a la cruz gamada. Las fotografías resultan heladoras, cargan el espacio público de nuestro presente con sombras de un pasado turbador.
“La primera vez que me sacaron de la Celdona para fusilarme –escribe Victoriano– en compañía de varios compañeros de destino, registré perfectamente los datos de la muerte: Nos habían colocado contra una de las tapias del patio, uno al lado del otro, formando un friso de silenciosos fantasmas, de acongojados pre-muertos. (...) Y ninguno de los condenados acertábamos a componer una queja. (...) Y sonó la descarga... Y fue entonces, en esa rapidísima porción de tiempo, que no es ni tiempo siquiera, desde que sonó la explosión de los fusiles hasta la muerte prevista, cuando se me proyectó la estampa completa, agitada, de mi vida (...) La tragicomedia había terminado. Nos volvían a las celdas como resucitados...”
Los presos van perdiendo su humanidad, van siendo despojados de los atributos de hombres. “Habíamos perdido para ellos y para nosotros toda personalidad. No éramos nada. Ni siquiera sabían qué hacer con nosotros. Nos sentíamos más que aterrorizados, anulados. Éramos culpables de algo que no entendíamos, pero que nos impulsaba, por instinto a la propia destrucción.” Emparejan estas reflexiones a Crémer con Primo Levi. Primo Levi relató con especial énfasis la recomendación que le hizo Steinlauf, un antiguo sargento del ejército austrohúngaro en la primera guerra mundial, confinado, como él, en Auschwitz. Primo confiesa que la higiene había desaparecido de su mente la primera semana de reclusión pero que Steinlauf le hizo ver que tenía que lavarse, peinarse, limpiarse los zapatos para no dar el consentimiento, por dignidad, para permanecer vivos, para no empezar a morir.
La ingeniería del mal pretende que la reclusión sea un proceso de deshumanización cuyo objetivo es que cuando la muerte se produzca esta no parezca un asesinato porque el muerto ya no parece un hombre.
También Victoriano nos habla de las sacas, los paseados, que en virtud a la antigua ley de fugas caían abatidos tras el exhorto de “Corre”. Y de las mujeres que, enlutadas de incertidumbre y de espera, habitaban en las inmediaciones del penal, como viudas anticipadas o madres de hijos que iban a ser sacrificados, para salir, luego, de paraje en paraje, a buscar a sus hombres entre los cadáveres apilados tras la última ráfaga.
Especialmente dramático es el relato de la escapada del único preso que consiguió saltar el muro del hostal y que, tras una desesperada carrera, cayó reventado no más lejos de Azadinos, entre unos matojos alumbrados de luna. Los burlados, mientras aparecía, decidieron, en castigo, prender al padre anciano que moriría a los pocos días de conocer el final del hijo. “Nadie pensaba en escapar –asegura– pues el preso sometido al envilecimiento perdía la fe en sí mismo”.
Ya en la calle Victoriano se encuentra con un resucitado vestido de falangista, uno que había huido en el último momento, tras preparar una rebelión con los otros tres que iban a ser paseados. Sólo él se salvó. Le explica que viste la camisa negra porque no le da la gana de morir y le advierte a Crémer que no sólo será odiado por los que le han perseguido sino por los que perdieron a los suyos. Es este un desenlace aun más helador que todo el relato del miedo, la humillación o el horror. Sobrevivir supone un doble martirio: Convivir con los verdugos y con la víctimas que habrán de inquirirle: “¿Por qué los míos sí y tú no?”.
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