::CASAS ABANDONADAS por Mario Paz González::

Uno de los mejores momentos del día para disfrutar de un buen paseo por las calles de cualquier pueblo o ciudad es, sin duda, el de las primeras horas de el alba, cuando todas las imágenes del mundo circundante mantienen aún ese fulgor y esa pureza única de lo auténtico, pero también presentan un cierto aire de escenografía onírica. A lo mejor es así, por ser ese un tiempo robado al sueño, un tiempo en el que este y la vigilia se mezclan en algún lugar difuso y profundo de nuestro cerebro. También es el momento en el que uno puede ver, con esa exactitud preclara, propia del turista o del forastero, algunos aspectos –que en cualquier otra circunstancia no percibiría– del lugar donde vive, o en el que vivió muchos años, y hacerlo además con una lucidez analítica, pocas veces igualada a lo largo del día, cuando ya las preocupaciones o las miserias que conforman la rutina cotidiana habrán contaminado nuestras ideas y el aire incluso que respiramos, hasta conseguir paralizar nuestro cerebro por completo.
Así, con las farolas de las calles ya apagadas, paseando bajo un cielo de un azul cada vez más claro ante un paisaje urbano apenas alumbrado por las ráfagas de los faros de algunos automóviles madrugadores o por el difuso resplandor de las últimas estrellas de una de las primeras noches del verano, uno puede contemplar el triste deterioro sufrido a lo largo de los años por algunas de las calles y por algunos de los edificios que, con todo, quedan aún caprichosamente intocables en los oscuros recovecos de la memoria. Pero ahora, uno contempla asombrado cómo muchas de las que en su día habían sido pequeñas casas de piedra abiertas y luminosas, llenas de vida y claridad, han ido languideciendo con el paso del tiempo, perdiendo su sencilla belleza hasta convertirse en tétricos edificios, cerrados a cal y canto, muchos de ellos vaciados de todo, hasta de pisos, por su excesivo abandono. De ellos cuelgan ahora tristes harapos vegetales asomando por las ventanas o por los resquicios dejados entre las piedras de sus paredes. Parecen esqueletos de animales prehistóricos o calaveras que sonríen ante su propia ruina y desolación. En otros casos esas mismas edificaciones han sido sustituidas, en tiempo no tan lejano, por otros, supuestamente flamantes, edificios, en la realidad más bien grises y un poco miserables, pasto del utilitarismo, el hormigón armado y una vergonzosa modernidad atemporal, claramente impersonal y, tal vez, un poco trasnochada, ajena en cualquiera caso al entorno que los rodea. Da un poco de pena ver las viejas casas desdentadas y abandonadas, pero, sin duda, da más pena aún contemplar algunos de esos nuevos torreones con algo de jactancioso y vulgar que las han sustituido en tantos casos. Torreones que fueron construidos en plena orgía especulativa de las pasadas décadas y que ahora, quien sabe si por efecto de la crisis o de la falta de previsión de sus constructores, están a punto de correr la misma suerte que las casas originales a las que eliminaron, pues permanecen aún prácticamente vacíos, también en ocasiones cerrados, también, en cualquiera caso, muertos en vida, afeando, como una aniquiladora y grotesca dentadura imparable, nuestro skyline, esa modesta línea del cielo de las pequeñas villas y de algunas ciudades, amenazando el paisaje sin que nada ni nadie pueda ya remediarlo.
Uno no deja de preguntarse por la razón de todo esto. De las casas abandonadas y de los torreones fantasmagóricos, pero no acaba de encontrar una respuesta convincente. A lo mejor es difícil dar con ella. A lo mejor aún más ahora que el sol comienza a brillar en lo alto y uno percibe cómo, igual que les ocurre a los vampiros, la mente se le va abotargando poco a poco con la luz de la mañana, con el tráfico cada vez más acusado, con las calles cada vez más atestadas de gente, de esa masa informe y compacta, indiferenciada, de trabajadores que, como uno mismo, acuden a sus puestos, llevados por la vida imparable del nuevo día que ya se impuso.

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