::LA PATRIA DE LOS POETAS por Mario Paz González::

Decía Rimbaud que todo poeta se hace vidente por un “largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”. Y es ese estado especial, podría añadirse, el que lo convierte en un ser excepcional, capaz de ver más allá de donde alcanzan los otros. Por eso, no deja de sorprender el hecho de que una de las historias más insólitas e absurdas de la Historia europea haya sido protagonizada, precisamente, por un poeta, el italiano Gabriel D’Annunzio.
Con el fin de la cruenta Primera Guerra Mundial, y tras el desacertado Tratado de Versalles que tantos males habría de engendrar, algunos sectores nacionalistas radicales de Italia reivindicaron la soberanía de Fiume (la actual Rijeka de la costa dálmata), una ciudad ocupada tanto por las tropas de la entente como por soldados italianos, y que corría el inminente riesgo de pasar a manos del nuevo estado yugoslavo.
Como los posibles conatos de rebelión suponían un serio peligro para la recién instaurada paz mundial, y la tensión y la aspereza en las negociaciones iban en aumento, un imperioso y ya entonces reconocidísimo poeta llamado Gabriel D’Annunzio, alentado tanto por amplios sectores conservadores, como por algunos otros vinculados a los movimientos sindicales, decidió tomar cartas en el asunto y partir hacia Rijeka desde la localidad trentina de Ronchi Valsugana al grito de “Fiume o muerte”. Lo acompañaban varios miembros de los “arditi”, o cuerpos de élite de ejército italiano, junto con todos aquellos voluntarios que se fueron sumando por el camino. De este modo, el 12 de septiembre de 1919 fueron calurosamente recibidos por la población de Fiume provocando la huida de las otras fuerzas internacionales que deseaban evitar todo conflicto.
Como, antes que político, D’Annunzio era un fervoroso esteta, se complació en autoproclamarse Comandante de la ciudad y llegó a instaurar una especie de calendario de celebraciones cargado de ceremonias y desfiles que buscaban contagiar su entusiasmo conquistador y visionario a toda la población. Así, al mismo tiempo que ensalzaba la fuerza, la decisión y la juventud, desde el balcón del ayuntamiento, daba complicadas arengas, plagadas de su exquisita retórica, en las que interpelaba a la población, la cual, además, podía responderle.
Pero, poco satisfecho con las gestiones conducentes a la incorporación a Italia y ante la amenaza de bloqueo por parte de las potencias aliadas, decidió crear por cuenta propia un Estado libre del que se autoproclamó máximo dirigente (léase dictador) y en el que toda disidencia habría de ser duramente reprimida. Con este fin redactó una especie de despropósito legal llamado Carta del Carnaro, ayudado por el dirigente sindical, y seguidor de Mussolini, Alcete de Ambris, quien habría de darle armazón jurídica. En este texto chapucero e incompleto, pero cargado de metáforas, símiles, prosopopeyas y todo el instrumental retórico tan del gusto de D’Annunzio, se propone una nueva organización social corporativista dividida en función de las nueve musas, más una décima que el poeta se sacó de la manga, la Energía. De todos ellos, el grupo social más exquisito, el que estaría por encima de los otros y, por lo tanto, sería el más propicio para ejercer las tareas de gobierno, sería el de los creadores y los poetas. Además, aunque proclamaba la igualdad de sexos, la educación gratuita y un sistema de pensiones para los más desfavorecidos, en realidad estaba encubriendo una sombría dictadura de facto, pues el Comandante, bajo su porte patricio y sus suaves ademanes, poseía una inquietante y absoluta capacidad de decisión sobre todo y sobre todos.
El Tratado de Rapallo, firmado en noviembre de 1920 por algunas potencias participantes en la guerra, declaró la anexión de Fiume a Italia, lo cual no satisfizo del todo a un arrogante D’Annunzio que, amparándose en no se sabe qué legitimidad, todavía se atrevió a declarar la guerra a su propio país. Sin embargo, tras un breve tiroteo con el ejército italiano, el Estado libre de Fiume capituló y la corta aventura del poeta habría de pasar casi definitivamente al olvido.
Pero no totalmente. La patria de los poetas fruto del “desarreglo de los sentidos” de Gabriel D’Annunzio habría de dejar un siniestro legado. Hiela la sangre pensar por qué oscuros pasadizos se mueve el alma humana y en qué lugares puede estar emboscado el más insondable de los peligros. También cómo es posible que la misma persona, culta e instruida, dotada de esos suaves modales de cortesía antigua, capaz de manifestar una pasión enternecedora por las artes y los más exquisitos refinamientos producto de una educación elevada pueda, al mismo tiempo, carecer de todo escrúpulo, de todo remordimiento a la hora de someter a una pequeña población o a un país entero. Las camisas negras de sus arditi, el saludo romano impuesto por el poeta, la idea de supeditar el individuo al Estado, la ideología siempre en proceso expuesta en su Carta de Carnaro o el himno que interpretaron al entrar en la ciudad, la Giovinezza, habrían de ser admirados por otros muchos refinados intelectuales europeos cuando fueron retomados e imitados hasta la hipérbole, dotándolos de inusitada monstruosidad apocalíptica, por Mussolini en su Partido Nacional Fascista en Italia, más tarde, por Hitler en Alemania y por los fascistas españoles de la Falange.

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