::DÍA EN BLANCO por Mario Paz González::

En un artículo publicado el 25 de junio de 1926 en el número sexto de la Revista de Comércio e Contabilidade, de Lisboa, Fernando Pessoa analizaba el informe elaborado por la llamada “Comisión Especial de Encuesta y Reforma del Calendario”, establecida por la Sociedad de Naciones dos años antes, en 1924, y presidida por el egregio profesor van Eysinga, de la Universidad de Leyden. Según relataba el poeta portugués, esta comisión se constituyó con el fin de estudiar el “carácter irregular y defectuoso” del calendario gregoriano y sus inevitables y perniciosas consecuencias a nivel, no sólo pragmático, sino también, y sobre todo, comercial intentando así buscar una alternativa que pudiera llegar a ser, a lo mejor, un poco más equilibrada.
Como a estas alturas nadie ignora, nuestro calendario consta de doce meses cuyo número de días, nada regular, oscila de los veintiocho a los treinta y uno, provocando, por tanto, que la duración de los cuatro trimestres que lo integran también esté desequilibrada, pues se sitúa entre 90 (91 en año bisiesto), 91, 92 y 92 días. Además, no existe una coincidencia fija entre días de semana y días del mes, por lo que sólo se repite exactamente la misma secuencia de calendario completo cada veintiocho años.
Para las previsiones de negocio o los cálculos que debían realizar las firmas comerciales y financieras a comienzos del siglo XX, esta irregularidad suponía, con los rudimentarios métodos de cálculo de aquel entonces -en una era anterior a la informática-, un esfuerzo tal que muchas empresas terminaban optando por hacerlas en base a un año “artificial”, compuesto por doce meses de treinta días y admitiendo de entrada una margen de error de cinco o seis para conseguir los 365 o 366 del año bisiesto.
Como conclusión, pues, de su informe, la Comisión de la Sociedad de Naciones destacaba, por encima de las otras muchas propuestas realizadas, sólo tres por considerarlas de sumo interés a pesar de su mayor o menor radicalidad y admitiendo sin duda la dificultad que supondría llevarlas a buen término.
La primera de ellas era la más sencilla porque alteraría de una manera menor el calendario actual. Consistiría en igualar los tres primeros trimestres del año en tres meses de 30, 30 y 31 días, y el cuarto en tres meses de 30, 31 y 31 días. La segunda, o “parcial”, proponía dividir el año en cuatro trimestres iguales de 91 días (30 + 30 + 31). Con ambas, el margen de error para los cálculos citado más arriba seguiría existiendo, pero quedaría casi “diluido” entre los cuatro trimestres.
La tercera de las propuestas que destacaban era la más radical, pues sugería la posibilidad de llevar a cabo una reorganización total y absoluta del año que quedaría ahora dividido, he ahí la proeza, en 52 semanas repartidas en 13 meses de veintiocho días exactos cada uno. El mayor atrevimiento de esta propuesta no estaba sólo en el hecho de añadir un mes más, sino también en el de sugerir un calendario con valor perpetuo, en el que los días de la semana y los días del mes coincidirían siempre. El día primero de cada mes sería lunes durante todos los años siguientes desde su puesta en funcionamiento hasta la eternidad.
Con todo, lo más llamativo de las dos últimas opciones citadas por Pessoa, la “parcial” y la “radical”, es algo de lo que, a lo mejor, alguno de los lectores ya se puede haber percatado. Si echamos cuentas, en seguida se percibe que en ellas la suma de los cuatro trimestres de 91 días o de los 13 meses de veintiocho supone un número total de 364 días y no los 365 esperables. La solución incluida en ambas propuestas consistiría en incluir en algún momento del año lo que sus autores denominaban allí un “día en blanco” que, como sugiere Pessoa, podría muy bien incluirse entre el 31 de diciembre y el 1 de enero.
Después de leer las tres propuestas, confieso que no siento una simpatía especial por ninguna de ellas. Aun así, creo que lo más interesante de todo esto sería recuperar la idea de incluir en el calendario actual ese “día en blanco” obligatorio que se podría colocar en algún lugar del año quitándole un día, por ejemplo, a alguno de los meses de treinta y uno. Imaginen las tensiones que aliviaría en la población mundial tener un día semejante: tensiones políticas, laborales, conyugales.... Sería una manera de garantizar que cada uno de nosotros pudiera contar con un tiempo para sí incluso y emplearlo en aquello que le apetezca, para hacer aquello que siempre soñó, para plantar un árbol, escribir un libro o tener un hijo. Sería un día para ir a la huelga, o a misa, o para salir a chillar y despotricar contra todo por los parques como un street preacher cualquiera. Un día para soñar, para dormir, para holgazanear, para llamar a esos amigos de los que hace tiempo que no sabemos o sería un día, simplemente, para vivir.
Parece lógico pensar que todo aquello de lo que habla Pessoa en su texto se haya echado en los tiempos que corren, casi noventa años después, en el más completo de los olvidos, pasando a ser, como mucho, una mera nota a pie de página en la Historia de la Humanidad. Organizaciones racionales aparte, tal vez el contenido de aquellas propuestas pueda parecernos hoy, no sólo anacrónico, sino también totalmente disparatado. Con todo, hubo otras épocas menos globalizadas en las que fue posible hacer cambios tan radicales como aquellos, o más aún, basándose en argumentos no tan diferentes. El 10 de enero del año 45 a. C. Julio César impuso el llamado calendario Juliano, que es prácticamente el actual, y que en 1582 el Papa Gregorio XIII “reajustó”, sin apenas modificarlo, para corregir los diez días de desfase que arrastraba.
Parece, sin duda, que la Historia del Hombre podría muy bien resumirse analizando a su vez la Historia del Tiempo, de su siempre larga, ardua y lejana relación con el Tiempo.

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