::DÍA EN BLANCO (y II) por Mario Paz González::

No voy a ser yo ahora quien haga una crítica sobre la necesidad de practicar alguna que otra vez en la vida la lectura sistemática y ordenada. Por lo menos, cuando uno quiere abarcar y dominar con plenitud un tema específico, es la opción más deseable de todas las posibles. Sin embargo, leer de una manera caótica, dejando que sea la fragilidad del azar quien traiga a nuestras manos, con esa veleidad que la caracteriza, las lecturas elegidas, también resulta útil, oxigenante, pues abre innumerables resquicios de libertad proponiendo ramificaciones a las que la lectura ordenada, por causa de su encorsetamiento, jamás podría aspirar. Es entonces cuando se obtiene la sensación de que, no solo entre los libros, sino también entre todos los textos escritos a lo largo y a lo ancho del orbe existe una interconexión tangible que, de alguna manera que no podemos controlar, se desdibuja ante nuestros ojos. Un vasto sistema de comunicación oceánico que enlaza, a través de ocultos vasos comunicantes, unos textos con otros, unos temas con otros, unos autores con otros, por muy lejanos que puedan estar en el ámbito geográfico o, incluso, en el cronológico. Saltar azarosamente de Caritón de Afrodisias a Thomas Pynchon, y de este a Murasaki Shikibu, y de ella a Rosalía de Castro, a Omar Khayyam o a Mark Twain no sirve más que para constatar de una manera minuciosa y espléndida que la biblioteca de Babel “iluminada, solitaria, infinita” de la que hablaba Borges se halla oculta, sin duda alguna, en el mismo centro de la imaginación de todos y cada uno de los lectores.
Meditaba sobre estas cuestiones el otro día, recordando aquel artículo de Fernando Pessoa, cuyo contenido glosé brevemente no hace mucho aquí mismo, y que había sido publicado el 25 de junio de 1926 en el número sexto de la Revista de Comércio e Contabilidade de Lisboa. Dicho texto, como alguno a lo mejor pueda recordar, abordaba las propuestas realizadas a la Sociedad de Naciones a principios del siglo XX sobre la reforma del calendario. El caso es que, cuando casi no había terminado aquella glosa, ya mis manos y mis ojos pasaban, como por arte de esos caminos obstinados en los que el azar se empeña en guiarnos, a otro texto que, aunque alejado de aquel, resultó, para mi sorpresa, no ser otra cosa que una feliz prolongación del mismo tema. Una prolongación que había sido publicada, curiosamente, casi diez años antes, en 1917, en el número 5 de la “revista neosófica” La Centuria, editada en Ourense por Vicente Risco.
En un artículo titulado “El Calendario Universal”, Primitivo Rodríguez Sanjurjo, uno de los fundadores de la publicación junto al propio Risco y Florentino López Cuevillas, analizaba una de aquellas tres propuestas de las que hablaría nueve años después Pessoa. Precisamente la que el portugués denominaba “radical” y que sugería la instauración de un calendario perpetuo que modificaba prácticamente por completo el gregoriano actual. Según las informaciones allegadas por Rodríguez Sanjurjo, más generoso en detalles que el portugués, la autoría de la propuesta se debía a un tal Paul Delaporte y había sido expuesta en 1913, en el Congreso Internacional de Lieja sobre la Reforma del Calendario, contando con la bendición, a manera de generoso prefacio, del reconocidísimo astrónomo galo Camille Flammarion, fundador de la Sociedad Astronómica Francesa y autor él mismo, aunque algún tiempo antes, de su propia propuesta de reforma.
Se detiene Sanjurjo a analizar el texto completo de Delaporte y a valorar su orden “perfectísimo y rigurosamente científico”. También hace un prolijo recorrido por la historia del calendario desde la Antigüedad hasta nuestros días, señalando que el nombre escogido para los meses del año en esta nueva propuesta sería algo de una sonoridad tan llamativa como: Primile, Duxile, Tercile, Quartile, Quintile, Sextile, Septile, Octile, Nonile, Decile, Undile, Dudile y Tredile; mientras que los días de la semana iban a ser: Anerdi, Duerdi, Trierdi, Quaterdi, Quinterdi, Sexterdi y Septerdi, y se corresponderían, como en el mundo anglosajón, con un ciclo de siete días que comenzara en el equivalente al actual domingo y no en lunes. A lo que Pessoa denominaba “día en blanco” se le dio en realidad el nombre de “día de liquidación”, pero, del mismo modo que había hecho el poeta portugués, tampoco este autor aclara ahora cuál podría llegar a ser su mejor uso.
Visto en perspectiva, resulta, cuando menos, curioso, por no decir “entrañable”, esa apasionada obstinación, ese denodado empeño mostrado por Primitivo R. Sanjurjo en defender la propuesta de Delaporte. Sobre todo por contraste con la frialdad casi burocrática de Pessoa en el informe por él elaborado. A lo mejor porque en su caso se trataba de un trabajo alimenticio de aquellos que le permitían dedicar la mayor parte de su tiempo a otras actividades sin lugar a dudas más estimulantes. A pesar de eso, no me cuesta imaginar la manera en que, a comienzos de la pasada centuria, cuestiones como esta pudieron desatar furores más o menos enconados en algunos temperamentos sensibles, al igual que otras similares pueden desatarlos hoy entre nosotros. Sin embargo, al leer ahora todo esto, casi un siglo después, trasladando la cuestión a otros aspectos de lo cotidiano, como el político, o el social, resulta inevitable hacer otra reflexión.
En una época como la actual, en la que tantas cuestiones de importancia siguen aún pendientes, ya nadie recuerda algo que hoy nos puede parecer, a lo mejor, tan intrascendente como aquellas propuestas sobre el calendario hechas a la Sociedad de Naciones, pero uno no puede evitar preguntarse si muchas de esas reformas pendientes de ahora, que pasan por la reivindicación de un mundo más justo, más igualitario, no serán vistas, pasados cien años, heridas de esa misma anacronía con la que hoy vemos aquellas otras del pasado. Uno desearía pensar que no, que, de aquí a entonces, muchas cosas podrán cambiar para bien, pero inevitablemente, mientras cierro el amarillento ejemplar de La Centuria, regresan a mi mente las palabras de Camille Flammarion citadas por Rodríguez Sanjurjo: “hay para los reformadores un enemigo contra el que todos se estrellan: la rutina”.

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